El que no sabe dónde anda… que no escriba

“Aunque aún existan condiciones materiales que dificultan el acceso a muchas poblaciones, en otras abunda la proliferación de escritores que no leen. Escritores consagrados tras la publicación de varios ejemplares que, al ser confrontados, parecieran estar influidos por vagas aspiraciones personales sin que les interese lo que la humanidad ha vivido para que existan los libros”.


Sonará pendenciera la afirmación que lleva por título esta columna, pero no por ello es menos urgente. Quizá sea un acto de carácter hablar sobre este asunto, entendiendo que escribir no es un simple juntar palabras o pensamientos en un libro, como suele creerse. Tantos cambios históricos han debido de pasar para que tengamos la posibilidad de escribir, leer y publicar con cercana libertad. Aunque aún existan condiciones materiales que dificultan el acceso a muchas poblaciones, en otras abunda la proliferación de escritores que no leen. Escritores consagrados tras la publicación de varios ejemplares que, al ser confrontados, parecieran estar influidos por vagas aspiraciones personales sin que les interese lo que la humanidad ha vivido para que existan los libros. En virtud de ello, escribo estas líneas. Convencido, con mi precoz arrebato, que el que no sabe dónde anda… que no escriba.

Los investigadores del lenguaje sientan su comienzo a partir de los retóricos y los antiguos filósofos griegos. Havelock[1] enfatiza que allí, en esa transición de la oralidad a la escritura, se gesta un profundo cambio: una transición de una sociedad carente de escritura a un fetichismo por la lengua escrita, acompañado de menosprecio hacia la lengua hablada. Fetichismo que comenzó con el alfabeto griego como innovación técnica y que ha perdurado hasta nuestros días. La oralidad ha resistido fuertemente ese menosprecio, teniendo épocas y momentos históricos de reivindicación, como el descubrimiento del sánscrito en 1800. Su descubrimiento significó una reivindicación necesaria: se halló una lengua más arcaica que el griego y el latín en ciertos aspectos, desatando polémicas sobre su origen. Se ha llegado a sostener que fue una lengua inventada a partir de las observaciones de la progresión natural de los sonidos al hablar.  Esto marcó un hito, ya que permitió establecer ciertas analogías entre los idiomas indoeuropeos, dando nacimiento a la gramática comparada. Abrieron discusiones sobre cómo y por qué cambian las lenguas, y bajo qué leyes estas se regulan, acerca de si las lenguas cambian y cuáles son las leyes que regulan esa evolución.

Y a todas estas, se hace necesario preguntarnos antes ¿qué es el lenguaje? Aunque las diferentes definiciones varían según las disciplinas, podría decirse, provisionalmente, que el lenguaje es un sistema de signos que va entre el significado y el significante, una representación lógica puesta en una práctica social o un acontecer donde se revela el ser. No podemos negar que las dubitaciones sobre el lenguaje son importantes y necesarias. El lenguaje está al servicio de la vida. ¿No es acaso el lenguaje lo que impulsa a ciertas personas que en medio de una emoción, en medio de la vida, sufren de pronto un intenso anhelo de escribir? ¿Qué es lo que hace el lenguaje con todas esas impresiones que son más vividas que razonadas? Es a través del lenguaje que buscamos reflejar la vida “real”.

Entonces, escribimos. Pero, ¿por qué escribimos? ¿Quién es esa persona que se pregunta por aquello que lo afecta y decide plasmarlo en palabras? Y, ante esas preguntas, ¿por qué escoge la escritura? Quizá exista un interés primigenio de preservarnos. El hablar se disuelve en el tiempo y la palabra escrita da la apariencia de conservarse. Pero, ¿qué es lo que buscamos conservar? La respuesta aparentemente es sencilla: el yo, esa identificación del ser. “El hombre es el medio por el que las cosas surgen”, dice Sartre[2]. Al recibir donaciones de los entes con los que nos encontramos en el mundo, las describimos. Esas descripciones dan una manifestación del mundo. Luego surge el deseo de creación, es decir, el deseo de poder dotar de sentido y forma al mundo.

Y en ese poder dotarlo de sentido y forma surge la materia del escritor: el libro. Aunque en un primer momento escribamos como un acto de liberación artística, es decir, un intento de darle forma a las intuiciones que aspiran a ser lo real, es en el libro donde encuentran su sentido. Es allí donde reunimos esos pensamientos y obsesiones, donde se da el paso de lo interior a lo exterior. Por ello, el libro puede ser hasta hoy el más grande objeto técnico de la historia, ya Lorca lo confirma en su discurso de apertura de la biblioteca en Fuente Vaqueros.

Pero entonces, ¿para qué escribir un libro? Cuando un escritor planea su texto, su obra literaria, da forma a un encuentro prolongado entre él y el lector. Este encuentro no es casual. El escritor no nace de la escritura. Aunque su materia sean los libros, el escritor no escribe sobre cualquier cosa. No ve la escritura como una herramienta ni tampoco como un mecanismo para evitarse o justificarse. Un libro no se proyecta como la liberación de los traumas del escritor, ni como la conjunción de sus sufrimientos en un vomitivo corpus literario. Aunque exista cierta impronta personal, el escritor no se libera de su existencia escribiendo. Mucho menos escribe para salvarse a sí mismo, aunque al comienzo lo crea. Surge un conflicto enorme porque escribir es una forma de acción y ante cualquier impulso vale la pena preguntarse: ¿tengo algo por decir?

Y si la anterior pregunta pesa, la siguiente es más contundente: ¿a quién quiero decírselo? Un libro siempre es un diálogo ante los otros, nuestros hermanos, amigos, conciudadanos. Un libro es siempre un diálogo abierto a nuestros contemporáneos. Es un llamado a reflexionar sobre lo que nos pasa, lo que somos y lo que hacemos con el lenguaje. Es, entonces, un cambio de actitud. El escritor no se queda como un observador pasivo ante la realidad. Y, ante todo, quiere reescribirla, quiere luchar contra esa postración del lenguaje a la que nos hemos sumido y, a la par, invitar a reflexionar sobre la vida. Es por ello que el escritor no puede ser un ignorante de su tiempo ni de su lugar. No puede, bajo ninguna circunstancia, ser indiferente a su época y resguardarse bajo el ornamento del lenguaje sin alma. Debe situarse y arriesgarse. Es por ello que defiendo, a como dé lugar, que nadie debería asir la palabra sin saber dónde está parado.


[1] Havelock, E. A. (2008). La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente. (A. A. Gorri, Trad.) Barcelona, España: Paidos.

[2]     Sartre, J.-P. (1948). Qué es la literatura (Trad. Aurora Bernárdez). Editorial Losada, S. A., Buenos Aires.

Juan Camilo Parra Avila

Soy filósofo de la Universidad Industrial de Santander, escritor y gestor cultural en El Cocuy, Boyacá. Director de la editorial independiente Espeletia Ediciones y representante legal de Los Eudaimones, empresa filosófica y cultura.

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