“El progresismo colombiano ha encontrado en Iván Cepeda Castro uno de sus rostros más visibles y, a la vez, más controvertidos. Iván Cepeda Castro se ha erigido como un defensor acérrimo de causas que abarcan desde la justicia social hasta la reivindicación ideológica. Sin embargo, su postura ha generado tensiones que han profundizado las divisiones del país, bajo el discurso de la paz y los derechos humanos. En su figura se evidencia el dilema de un progresismo que, en lugar de propiciar la reconciliación, ha optado por la polarización como estrategia de poder.”
A pesar de los esfuerzos de Iván Cepeda Castro por presentarse como un político moderado, defensor de los derechos humanos y promotor del diálogo nacional, la historia y la reputación del político progresista siguen siendo objeto de escrutinio en Colombia. Su narrativa actual, revestida de un supuesto equilibrio moral, se estrella con la memoria colectiva de un país que ha visto cómo, durante años, ha ejercido una férrea defensa de quienes, con las armas, sembraron dolor y desolación bajo el emblema de las FARC. Su trayectoria refleja el pensamiento de una izquierda reacia a evolucionar y el peligro de una visión del Estado fundamentada en el resentimiento, la venganza y la manipulación del pasado.
Resulta imposible separar el nombre de Iván Cepeda Castro del entramado político e ideológico que buscó legitimar, tanto por vías judiciales como discursivas, el actuar de los ex cabecillas de las FARC. Desde su rol como senador, sus declaraciones públicas y su participación en foros internacionales, su voz ha estado marcada por una constante: la justificación, ya sea de manera directa o velada, de un grupo que nunca reconoció plenamente sus crímenes y que encontró en la retórica de la «lucha social» una justificación para la violencia. En el contexto actual, caracterizado por una nueva ola de polarización política y el resurgimiento de la violencia en antiguas «zonas de paz», Iván Cepeda Castro se presenta como garante institucional, impulsor de la justicia y promotor de la reconciliación.
Iván Cepeda Castro no ha logrado reconocer la incoherencia entre su discurso y su pasado reciente. Es improcedente que se desempeñe como juez en un proceso que él mismo contribuyó a delinear desde la comodidad de los estrados y la retórica moralista. La historia lo ubica no como un actor neutral, sino como un férreo defensor de los intereses de quienes, desde la insurgencia, buscaron transformar su lucha armada en un proyecto político. El senador del Pacto Histórico, que actualmente busca distanciarse del ala radical y de las deficiencias del Gobierno Petro Urrego, parece ignorar que gran parte de su capital político se ha desarrollado bajo el amparo del proceso de La Habana. Fue uno de los promotores más activos de la legitimidad de las FARC como actor político. Como ideólogo, bajo el lema de la paz, procuró reescribir la narrativa del conflicto a conveniencia de los victimarios.
Es imperativo que Colombia no olvide que, en el pasado reciente, Iván Cepeda Castro se erigió como el abogado de aquellos que no tuvieron la valentía de comparecer ante la verdad ni de ofrecer una reparación adecuada a las víctimas. La memoria nacional no es tan limitada como algunos podrían sugerir. Colombia recuerda su defensa inquebrantable de alias Timochenko, Iván Márquez, Jesús Santrich y otros; su silencio complaciente ante los incumplimientos del acuerdo; su selectiva indignación ante los abusos del Estado, pero su mutismo frente a los horrores cometidos por la guerrilla. Actualmente, pretender un cambio discursivo se considera, cuando menos, una estrategia de cálculo político: adaptarse a las circunstancias actuales para no sucumbir junto con el proyecto del petrismo y su progresismo socialista.
En el contexto colombiano actual, donde la posverdad ha reemplazado la responsabilidad histórica, figuras como Iván Cepeda Castro buscan redefinir su imagen pública mediante el uso estratégico de la desmemoria colectiva. Su aparente prudencia actual no oculta las ocasiones en que ha desempeñado un papel de apoyo a un proyecto ideológico que ha normalizado la violencia y minimizado el dolor ajeno. Mientras las víctimas siguen esperando justicia y los territorios sufren la reconfiguración de los grupos armados, Iván Cepeda Castro busca erigirse como una figura de equilibrio en medio del caos. No obstante, su credibilidad moral se ve comprometida por su participación en el sistema que ha permitido que los responsables de crímenes contra la humanidad accedan a cargos políticos.
A pesar de los intentos de Iván Cepeda Castro por eludir su responsabilidad, es evidente que desempeña un papel fundamental como gestor de la política de «Paz Total» de Gustavo Francisco Petro Urrego. Su influencia ha dejado una huella indeleble en la narrativa, los mecanismos y la lógica subyacentes a esta iniciativa, la cual, más que un programa de pacificación, se ha convertido en un entramado de concesiones, improvisaciones y contradicciones. La «Paz Total» exhibe su impronta ideológica, su perspectiva sobre el conflicto y su concepción de la justicia como un instrumento político más que como una garantía institucional. En un contexto en el que la política exige responsabilidad, el país requiere menos individuos con memoria selectiva y más líderes que demuestren la capacidad de reconocer sus errores.
Para el caso de Colombia, resulta preocupante considerar la ruta del progresismo encarnada en Iván Cepeda Castro, un individuo cuyas acciones están motivadas más por resentimiento que por convicciones sólidas, y que busca manipular la narrativa histórica para adaptarla a sus intereses. Su discurso, enmarcado en la defensa de los derechos humanos y la justicia social, oculta un profundo resquemor que ha permeado en la política nacional y amenaza con socavar los fundamentos de las instituciones. Iván Cepeda Castro ha dedicado más de dos décadas de su vida a la política, convirtiendo su trayectoria en una cruzada personal. Su discurso no pretende promover la reconciliación nacional, sino más bien perpetuar la confrontación, perpetuando la división entre las víctimas y los victimarios, entre el pueblo y la élite, entre el Estado y la sociedad.
Bajo la apariencia de progresismo, Iván Cepeda Castro propone un relato en el que se justifica la violencia como respuesta al poder, presentando a los grupos armados como consecuencia del «abandono estatal» en lugar de reconocer su verdadera naturaleza como estructuras criminales que devastaron regiones enteras y sepultaron generaciones en la guerra. Su influencia ha sido determinante en la concepción del diálogo con los grupos armados por parte del Gobierno, que lo ha entendido como una negociación entre iguales, en la que los criminales dictan las condiciones y el Estado se muestra complaciente en nombre de la paz. Colombia no puede permitirse continuar por ese camino. Aquellos pueblos que sucumben a la política del resentimiento invariablemente están condenados a reproducir su historia.
Iván Cepeda Castro ha demostrado ser un hábil creador de narrativas, sin embargo, su proyecto carece de una auténtica reconciliación. Este progresismo, si bien promete redención, siembra rencor; habla de justicia, pero practica la parcialidad; invoca la paz, pero alimenta el conflicto. En la situación actual del país, se requiere liderazgo firme, no ideologías que dividan; se necesita unión, no venganza. La adopción del modelo propuesto por Iván Cepeda Castro conlleva la perpetuación de una perspectiva binaria del mundo, en la cual no se reconoce la existencia de adversarios, sino únicamente de enemigos; se elimina el debate, sustituyéndolo por la condena; y se omite el concepto de nación, reemplazándolo por una visión estática y defensiva. Colombia no puede continuar avanzando en la dirección de la división bajo el liderazgo de aquellos que, con una apariencia de progresismo, actúan motivados por el resentimiento y gobiernan con un enfoque viciado de venganza.














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