“Si se quiere reducir el impacto negativo de las drogas, se hace necesario legalizar esa actividad. Lo ilegal no se regula y se sale de control. Es difícil frenar a las economías subterráneas sin una estrategia justamente que sea en el terreno de lo económico. Mientras los narcos tengan recursos suficientes para pagar jíbaros, ejércitos privados y redes de tráfico en cada cuadra o parque de las ciudades, los niños y los jóvenes estarán expuestos y vulnerables…”
El aumento de los cultivos ilícitos en Colombia coincide con varias situaciones: por un lado, los incentivos perversos generados por el programa de sustitución voluntaria que impulsó el Gobierno Santos; por el otro, una tasa de cambio del dólar que hace que la venta de las drogas ilícitas en el mercado internacional sea más conveniente aún para el productor colombiano. Eso sin contar que el consumo de cocaína en los Estados Unidos se ha incrementado a máximos históricos. Y con la llegada de Trump a la presidencia y con el ascenso del uribismo en Colombia tras ocho años fuera del poder se consolida una retórica muy similar a la de finales del siglo pasado, cuando se formuló el Plan Colombia bajo la concepción que la represión de la oferta era la única vía para acabar con las drogas ilegales.
El problema es uno, pero las soluciones pueden ser varias. Con el decreto anunciado por el Gobierno de Iván Duque, Colombia se mantiene en un enfoque represivo con el problema de las drogas, mucho más propicio ante el incremento de los cultivos ilícitos. Es decir, se insiste en mantener la ofensiva contra las drogas por la vía de la autoridad y la fuerza, no obstante es un problema esencialmente económico y de salud pública. El tema es relativamente sencillo: el negocio del narcomenudeo deja aproximadamente un 300% de rentabilidad, algo que difícilmente deja una actividad lícita.
Cuando se advierte que hay que impedir que más personas caigan en el consumo de estupefacientes, es relevante entender el funcionamiento de las redes de producción y comercialización de las drogas: las elevadas rentabilidades estimulan la cartelización y la dominación en el mercado por parte de un cartel o de unos pocos productores, que en últimas terminan aplicando estrategias para sacar del mercado a otros potenciales competidores y construyendo redes invasivas que permean a la sociedad en todos sus niveles. Los costos de operar ejércitos ilegales o de tener un jíbaro en cada parque o puerta de un colegio son financiados porque los millonarios ingresos de los narcotraficantes son tan elevados que aun haciéndolo conservan una ganancia considerable. Y ahí emerge la clave del problema: reducir los precios de las drogas en las calles y eso no se va a lograr con decomisos o con prohibición.
Si se quiere reducir el impacto negativo de las drogas, se hace necesario legalizar esa actividad. Lo ilegal no se regula y se sale de control. Es difícil frenar a las economías subterráneas sin una estrategia justamente que sea en el terreno de lo económico. Mientras los narcos tengan recursos suficientes para pagar jíbaros, ejércitos privados y redes de tráfico en cada cuadra o parque de las ciudades, los niños y los jóvenes estarán expuestos y vulnerables. La única forma de quitarle recursos a los traficantes y productores es haciendo el negocio menos atractivo. Creo que luego de cuarenta años de guerra contra las drogas deberíamos tenerlo más claro.