El precio de disentir

ALDUMAR FORERO ORJUELA

“El odio promovido por el jefe del régimen, Gustavo Petro, no solo pone en la mira a quienes disentimos, también hiere a la República y socava sus cimientos más esenciales. En Colombia, lamentablemente, el precio de disentir es la vida.”


El discurso de odio, las invectivas, los improperios y las amenazas retóricas emitidas constantemente por el jefe del régimen, Gustavo Petro, han tenido consecuencias lamentables. El pasado sábado 7 de junio, dichas palabras encontraron eco cuando el senador y precandidato presidencial de la oposición, Miguel Uribe Turbay, fue víctima de un atentado sicarial.

Aunque los hechos aún se encuentran bajo investigación, es evidente que se trató de un acto con motivaciones políticas. No es un secreto que Petro, a través de un lenguaje cargado de violencia, ha señalado de forma sistemática a quienes disienten de su proyecto político.

En repetidas ocasiones, ha utilizado espacios públicos para calificar a los senadores opositores y a ciudadanos de a pie como esclavistas, explotadores, neonazis y fascistas, entre otros términos. Con esas afirmaciones, ha expuesto deliberadamente a estos parlamentarios y ciudadanos al riesgo, al ubicarlos como blancos legítimos ante los ojos de fanáticos delincuentes.

Desafortunadamente, el impacto de esa retórica ya cobró una víctima directa: el senador Miguel Uribe. Sin embargo, pudo haber sido cualquiera de los muchos que hoy ejercen oposición desde el Congreso, desde las calles o desde cualquier otra trinchera de opinión.

El discurso del presidente no es ajeno a la violencia; por el contrario, constituye una incitación velada a resolver las diferencias políticas mediante el estruendo de las armas. Resulta profundamente contradictorio que quien se proclama defensor de la vida y promotor de la paz sea, en la práctica, impulsor de una narrativa que alimenta la muerte y la confrontación.

Cabe recordar que este atentado no fue el primer ataque que ha sufrido el senador Uribe. Desde hace meses ha sido blanco de agresiones sistemáticas en redes sociales donde la calumnia no es un delito sino un juego de poder.

Diversos actores, muchos de ellos vinculados al oficialismo, lo han calumniado, injuriado, acusado sin fundamento y señalado como «enemigo de la clase trabajadora». Tales ataques, lejos de ser simples diferencias de opinión, constituyen un bombardeo deliberado de odio que busca deslegitimar su labor,  deshumanizarlo ante la opinión pública y hasta eliminarlo físicamente.

En este contexto, los llamados «sicarios digitales» se convierten en una amenaza incluso más peligrosa que los asesinos a sueldo. Estos individuos, protegidos por la distancia de una pantalla, incitan al odio y estimulan la violencia, empujando a fanáticos a actuar por mano propia. Así se alimenta un clima social cada vez más propenso a una guerra, a una catástrofe.

No puede hablarse de una “potencia mundial de la vida” —como lo hace Petro— cuando en Colombia se elimina físicamente a los contradictores políticos y cuando grupos armados ilegales imponen su ley en múltiples regiones del país. Es claro que el Estado no está siendo conducido por un verdadero gobierno, sino por un conglomerado de personas que, con distintas estrategias, socavan silenciosamente los pilares de la República.

Colombia tiene una dolorosa historia de violencia política, en la que miles han muerto simplemente por defender una ideología o representar un color partidista. En este contexto, corresponde precisamente a los gobernantes liderar con prudencia, desescalar el lenguaje beligerante, y garantizar la aplicación de la ley. Es inadmisible que el presidente insinúe, como lo ha hecho, que sus opositores están fraguando un «golpe de Estado», pues ello solo sirve para justificar la hostilidad y fomentar la agresión.

Desde una perspectiva ética y política, el jefe del régimen, Gustavo Petro, debe asumir su responsabilidad en el clima de intolerancia que ha derivado en actos como el intento de asesinato contra Miguel Uribe Turbay.

Tras este grave hecho de violencia política, lejos de rectificar, el presidente ha persistido en su retórica incendiaria. Ha continuado atacando lo que es legal, justo y legítimo. De manera temeraria, él y su gabinete han expedido un decreto ilegal para convocar una consulta popular que había sido previamente rechazada por el Senado. Con ello, no solo han ignorado al Poder Legislativo, sino que también han quebrantado de forma flagrante el orden institucional.

La República atraviesa un momento crítico. El país está herido y continúa desangrándose. Hay un liderazgo que, lejos de ofrecer soluciones, acentúa las divisiones y profundiza el caos. Este no es solo un diagnóstico, sino una realidad que millones de colombianos vivimos y resistimos día a día.

Lamentablemente, todo indica que el discurso de odio desde el Ejecutivo continuará: se mantendrá el ataque constante contra el Congreso y la Rama Judicial; se continuará agitando a las masas con resentimiento y rencor; y se seguirá utilizando el autoritarismo como medio para debilitar las bases democráticas. Hoy enfrentamos un régimen con rasgos abiertamente totalitarios que, en lugar de construir sobre las ruinas, parece empeñado en gobernar sobre las cenizas.

Dejo constancia, desde esta humilde tribuna de opinión, de que mientras exista en Colombia la posibilidad de expresarse libremente, seguiré ejerciendo mi derecho a criticar este proyecto de poder que cada día erosiona los fundamentos de la República. No cederemos el país a quienes desean apropiárselo mediante el miedo, el desprestigio o la violencia. La batalla por la democracia debe y puede ser dada por quienes aún creemos en ella.

Colombia fue construida con el sacrificio de muchas vidas que lucharon por la libertad y la justicia. A quienes hoy habitamos esta tierra, nos corresponde evitar que esa historia se repita. Es nuestro deber impedir que una nueva esclavitud, en forma de dictadura, se instale en el corazón de nuestra nación.

Estamos en una democracia amenazada, donde disentir no solo incomoda, sino que puede costar la vida.

 

Aldumar Forero Orjuela

Joven oriundo de Bogotá D.C. Nacido en 1998, de familia conservadora, se ha adherido a las ideas del liberalismo que aboga por el respeto a la vida, la libertad y la propiedad como los valores más importantes de una sociedad.

Economista de la Universidad de La Salle. Con diplomados en cultura democrática y juventud constructora de paz.

Ha sido columnista en varios medios digitales de opinión y actualmente es columnista en Al Poniente.

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