Black Sails es la precuela de La Isla del Tesoro, novela del aclamado escritor escocés, Robert Louis Stevenson; en la serie, se relata la historia del capitán Flint y John Long Silver, el primero reconocido como el más fiero de los piratas, el segundo, como el rey de todos los filibusteros.
Flint se hizo su nombre gracias a su bestialidad a la hora de los ataques, mientras que Silver se ganó la devoción de sus hombres gracias a su particular habilidad para contar historias. El trasfondo de la relación entre ambos piratas era cuál tenía verdaderamente el poder. Quienes hayan leído el libro, sabrán que Flint apenas es mencionado, mientras Silver es el antagonista principal de la obra.
En nuestro mundo actual, hipercomunicado y totalmente transmediático, el relato puede ser mucho más fuerte que la realidad, y los símbolos pueden conquistar más terreno que los fusiles. Un trino, una historia, una nota de prensa o un video compartido en WhatsApp, tiene más impacto que el hecho objetivo mismo, porque el alcance que nos da las TICs nos permiten conectar con millones de personas en cuestión de segundos. Siendo esto así, debemos preguntarnos ¿Quién maneja la narrativa?
Hoy por hoy, la objetividad en la información que recibimos es bastante cuestionable, casi siempre tiene un propósito ideológico, propagandístico, emocional o comercial, por lo que debemos cuestionarnos si realmente estamos consumiendo hechos o relatos.
Ahora bien, no siempre se trata de una verdad contra una mentira, sino de qué historia tiene más poder, seguidores y emotividad, un ejemplo de ello es la revolución cubana. La historia ha documentado como el Ernesto Guevara era un asesino, homofóbico y racista, no obstante su fotografía se ha vuelto relato de lucha contra las injusticias, incluso símbolo de colectivos LGTB, a quienes el mismo Guevara no habría dudado en fusilar o condenar a campos de concentración.
Lo mismo ocurre con Fidel Castro, un dictador que, por medio de la narrativa comunista, se convirtió en “ejemplo” de democracia, y hoy grupos políticos de izquierda ni se sonrojan en demostrar su devoción al tirano que cercenó todas las libertades en la isla. El discurso puede con todo, con la realidad y con la vergüenza, o más bien, la falta de vergüenza.
Decía Agustín Laje en un programa de televisión en Medellín, que a la izquierda le gustan los cuentos y a la derecha, las cuentas, pero que a la larga, a la gente le mueve más la aguja de las emociones los cuentos que las cuentas.
Siguiendo el libreto del buen comunista, Gustavo Petro y sus asesores, han vendido la narrativa del prohombre que lucha contra las desigualdades y la corrupción; también vendió la película de una Colombia con un pésimo sistema de salud, una paz mediante la inoperatividad de las Fuerzas Armadas ante el narcotráfico y grupos violentos, así como de un supuesto golpe blando para excusar la ineptitud del gobierno en absolutamente todos los frentes.
La realidad demuestra lo contrario: un escándalo de corrupción nuevo cada semana, grupos terroristas fortalecidos que asesinan a nuestros soldados y policías, inflación que le disminuye calidad de vida a todos los colombianos, una economía estancada y una interminable lista de aspectos en los que el país ha desmejorado desde que este gobierno incapaz tomó el poder en el 2022.
Pero ante las evidencias, las hordas petristas siguen con su narrativa captando idiotas útiles para llenar salones a los que el presidente ni va, y si va, es para echarse su perorata y no escuchar al tan aclamado pueblo que tanto manosea en sus discursos.
Y mientras tanto la centro-derecha sigue sin poder construir un relato que le llegue al corazón a los colombianos, y se está centrando en una narrativa de cifras y números, que aunque válida, olvida uno de los principios de la comunicación política: 20% razón, 80% emoción.
PD: Por muy buen contador de historias que fuera John Long Silver, no dejaba de ser un sucio pirata, que robaba, asesinaba, embaucaba y seguramente transportaba su botín en bolsas negras. El que entendió, entendió.
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