«En un mundo lleno de vanidades, el valor real no siempre se mide en monedas, sino en cómo nos ven los demás.»
Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos no solo han luchado por sobrevivir, sino por sobresalir. En 1976, el economista Fred Hirsch acuñó el término buen posicional para describir una de las caras más curiosas —y, tal vez, más irónicas— de la economía: la lucha por bienes que no solo son valiosos en sí mismos, sino porque nos hacen valiosos frente a los demás. ¿Qué son los buenos posicionales? Pensemos en ellos como los trofeos de la vida moderna: un Rolex que no da la hora más rápido que un Casio, un asiento en primera clase que no te lleva más rápido que el de clase turista, o un vestido de diseñador que cuesta más que un automóvil, pero cubre lo mismo que una sábana.
Fred Hirsch observó que, a medida que las sociedades avanzan económicamente, no es solo el bienestar material lo que crece, sino también la obsesión por el estatus. Los buenos posicionales son aquellos bienes cuyo valor no depende únicamente de sus cualidades intrínsecas, sino de su capacidad para distinguirnos de los demás. Si todo el mundo tuviera un Ferrari, ¿sería todavía un símbolo de éxito?
Es aquí donde la economía se cruza con la psicología. La búsqueda de estatus no es solo un capricho superficial; es un juego profundamente humano. En las palabras de Hirsch, los buenos posicionales se vuelven «escasos por naturaleza». Es decir, su valor radica en la exclusividad, y, como en un desfile de moda, el atractivo desaparece si todos llevan el mismo atuendo.
Una metáfora de la «escalera infinita».
Imaginemos que vivimos en un edificio de infinitos pisos. Cada vez que subimos, encontramos un piso nuevo lleno de lujos y privilegios. Pero, al mirar hacia arriba, siempre hay alguien más alto, alguien con algo mejor. Aquí reside la ironía de los bienes posicionales: aunque creamos que nos llevan hacia la cima, solo nos enredan en una competencia interminable.
¿Y qué pasa si alguien corta la escalera? Aquí la frase cómica que todo economista se plantearía: «Si te gastas todo en un Lamborghini, pero no tienes para gasolina, ¿de verdad estás ganando en la carrera del estatus?»
El problema con los bienes posicionales no es solo personal, sino social. En una economía basada en la competencia simbólica, el bienestar colectivo puede deteriorarse. Hirsch advirtió que la obsesión por el estatus puede conducirnos a un círculo vicioso de consumo ostentoso.
Por ejemplo, en una boda de clase alta, el banquete y la decoración no son simplemente para celebrar, sino para impresionar. El vecino de enfrente, al verlo, se siente «menos» y decide organizar una fiesta aún más extravagante para no quedarse atrás. Así, se desata una competencia que Hirsch denominó el efecto de carrera posicional: todos invierten más para mantener su lugar en la jerarquía social, pero el resultado es que nadie realmente gana.
¿Qué dice la economía conductual?
La economía conductual, que explora cómo las emociones y percepciones afectan nuestras decisiones financieras, confirma lo que Hirsch intuía. Nuestro cerebro está programado para comparar. No compramos el último iPhone porque necesitemos todas sus funciones, sino porque nuestro amigo lo tiene y queremos igualarlo (o superarlo).
Pero, como bien decía una vieja frase: «El estatus es como el chocolate, dulce al principio, pero empalagoso si lo tienes demasiado».
Riqueza simbólica frente a riqueza real.
Una de las grandes lecciones de Hirsch es que no todo lo que brilla es oro, literalmente. Los buenos posicionales no generan valor económico por sí mismos; su valor es simbólico. Como educador, he sido testigo de cómo este fenómeno puede llevar a decisiones absurdas: un ejecutivo que gasta más en su auto que en la educación de sus hijos, o un influencer que compra seguidores falsos para parecer exitoso.
La comparación perfecta para esta situación sería una pompa de jabón. Hermosa, reluciente, pero vacía en su interior. ¿Cuánto tiempo puede durar antes de estallar?
¿Cómo escapar de la trampa del buen posicional?
El concepto de Hirsch sigue siendo relevante en la actualidad, cuando el mercado de bienes de lujo crece más rápido que la economía global. La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo escapar de esta carrera hacia ninguna parte?
La respuesta, aunque simple, es profunda: redefinir el éxito. En lugar de medirnos por lo que tenemos, podríamos comenzar a valorarnos por lo que aportamos a los demás. Como diría un cómico: «De nada sirve ser el más rico del cementerio.»
Hirsch nos recuerda que, en la economía del estatus, siempre habrá alguien con más. Pero también nos deja con una pregunta crucial: ¿y si dejamos de competir y empezamos a cooperar? En un mundo donde los buenos posicionales pierden su atractivo, tal vez encontremos un tipo de riqueza mucho más valiosa: la paz con nosotros mismos.
En esta carrera interminable, quizás sea hora de bajarnos de la escalera y recordar que el verdadero valor de la vida no está en lo que mostramos, sino en lo que somos.
Comentar