La implantación del progresismo socialista en Colombia parece estar impulsada por el deseo de revertir la nación a un status quo de los años 70. Las recientes reformas y las perspectivas de futuro en sectores como la salud, la economía y la calidad de vida de los ciudadanos indican un retroceso significativo de más de 50 años. El compromiso ideológico de su mandatario y de la izquierda política del país está estrechamente alineado con la lucha armada que acompañó por años al grupo insurgente M-19, vigente desde abril de 1974.
Los colombianos tienden a pasar por alto los matices contextuales de la historia del M-19, centrándose en cambio en la situación actual de la nación, que parece estar influida por una filosofía que pretende ser una forma de vida que engloba varios ideales, hechos y promesas de carácter utópico. Sin embargo, estas aspiraciones aún no se traducen en beneficios tangibles para la sociedad colombiana. Se está al frente de un nuevo ciclo de una organización que no se conformó con ser solo un grupo guerrillero, sino que se comprometió con la firma de la paz y desde el brazo político supo esperar para implementar un cambio social que altere la conciencia colectiva al ver como hoy se consolidan años de lucha desde el poder. Un periodo de ganancias y pérdidas de una transformación paulatina de la sociedad a través de la cimentación de ideales del siglo pasado aplicados en el año 2025.
El gobierno de Gustavo Francisco Petro Urrego está vinculado a la ideología del M-19, hoy incorporada a la administración pública. Esta conexión se caracteriza por una doctrina que se nutre de las aportaciones de diversos pensadores en todos los aspectos de su funcionamiento. La filosofía permea todas las espirales de la vida cotidiana, abarcando el bolivarianismo, el guevarismo, el castrochavismo y el gaitanismo, según las circunstancias o la coherencia de quienes militaron en el M-19 y ahora buscan reivindicarlo en la memoria de la nación. Lo que buscaron durante muchos años en la lucha armada, y nunca lograron, hoy lo consigue su presidente con una estrategia insurreccional que buscó llegar a los sectores urbanos y rurales menos favorecidos, núcleos poblacionales de los «nadies» donde las reivindicaciones sociales están en auge.
Desde el inicio del mandato de Gustavo Francisco Petro Urrego quedó claro que la disputa de la izquierda con la institucionalidad y la tradición democrática colombiana se centraría en lo simbólico. La atracción de la opinión pública más allá de un partido o movimiento político, fue una actitud solapada que hoy despierta una mezcla de simpatía y temor en la ciudadanía. Acciones significativas, como la imposición de la banda presidencial por parte de María José Pizarro Rodríguez y la posterior orden de llevar la espada de Bolívar a la ceremonia de investidura, señalaron el inicio de un plan siniestro que desde entonces ha cobrado mucha más fuerza de la que muchos preveían. La destrucción de las instituciones y normas que emanan de la Constitución de 1991 pretende atomizar el sustrato democrático para imponer un modelo de sociedad autoritaria, cercenando las libertades y los derechos. Esta es una estrategia que se ha aplicado con éxito en Rusia, en la cultura china y en entornos más cercanos como Cuba, Venezuela y Nicaragua, por solo mencionar algunos.
Las advertencias hechas por la extrema derecha contra Gustavo Francisco Petro Urrego, y su propuesta de gobierno, son hoy más pertinentes que nunca, pues dan qué pensar para defender la democracia y no caer en los sofismas que la izquierda quiere vender de cara a las elecciones de 2026. El otrora apoyo de sectores de la clase media y trabajadora se va erosionando poco a poco al no tenerlos en cuenta y pasar por alto el soporte que dieron a la lucha por un pacto histórico. El mejor ejemplo de ello son los arroceros, que ahora se consideran una fuerza minoritaria y son menospreciados por su mandatario. Las tácticas empleadas por la izquierda, que buscaban establecer su influencia en las zonas rurales más aisladas, no han dado los resultados esperados. En la actualidad, estas tácticas se ven limitadas por una serie de desafíos que probablemente persistan durante mucho tiempo.
Las clases populares han adoptado nuevamente una perspectiva inconformista, que ha derivado en una protesta permanente a la propuesta de cambio que encarnó la izquierda. Esto se debe a la inacción del gobierno y a su incapacidad para responder adecuadamente a las circunstancias históricas específicas que ellos mismos excitaron durante las protestas ciudadanas de 2019. El objetivo de establecer una forma diferente de gobierno ha resultado, desafortunadamente, en un régimen dogmático y sin capacidad de respuesta, preocupado por la ideología más que por la política urbana y rural. La situación actual de Colombia se caracteriza por un lenguaje sacrificial y épico, basado en la cotidianidad, la fraternidad y el nacionalismo, que pretende retrotraer al país a los años setenta. El sector salud ha sido socavado con la disolución de las EPS para revivir los problemáticos y mal planteados tiempos del Seguro Social, que se va ha materializar en las Gestoras de Salud y Vida, o la reivindicación de las parteras, los taitas, y los yerbateros. La agenda de reforma social de Gustavo Francisco Petro Urrego busca imponer a los colombianos una reivindicación del odio de clase, el vanguardismo, el heroísmo, el socialismo y el sacrificio por la causa.
Los hechos ocurridos en las zonas urbanas, caracterizados por acciones conspirativas, la difusión de propaganda revolucionaria que incitó al inconformismo social en 2019, la posterior propagación de la pandemia en 2020 y la culminación en el proceso electoral de 2021, han resultado en retos significativos para la izquierda y su propuesta de cambio. La naturalización del sindicalismo político, el adoctrinamiento desde las aulas en colegios y universidades, y la exaltación de la formación de centros comunitarios para generar lazos de una fuerza progresista, hoy se transforma en arrepentimiento de un voto y lleva a que las clases populares paguen las consecuencias con los altos costos de la energía, el gas y los combustibles, situación que se trasluce en el alto costo de vida y el encarecimiento constante de los alimentos. El pensamiento sociópata de agentes de la izquierda como María Susana Muhamad González tiene al país al borde de volver a cocinar con leña y alumbrarse con velas. La nación está a punto de volver a la época de las cavernas y el tapa rabo, fenómeno que no puede extenderse y fomentarse ni siquiera con las primeras líneas de «milicias urbanas» que profundizan el enfrentamiento entre núcleos de población.
El gobierno de Gustavo Francisco Pero Urrego ha sido criticado por sus manifestaciones de exaltación a su pasado guerrillero y el obstinado deseo de legalizar la cultura marimbera. El conflicto rural que hoy circunda Colombia, vinculado con el progresismo socialista, ha sido descrito como una convergencia de violencia y poder que dejará cicatrices imborrables en la población. Se han revivido algunas de las atrocidades cometidas por el grupo terrorista M-19. Esta situación actual constituye una herida que nunca se cierra, un dolor que ha destruido familias y constituido una injusticia que no se puede normalizar. Ninguna causa justifica arrebatar la libertad a los colombianos, que merecen la paz y no estar atados a un desastre que se utiliza como instrumento para hacer política. El pasado al presente demuestra el desastre que ha sido la izquierda en el poder y denota que la politización de la ideología condena a Colombia a vivir en manos de individuos asociados a la corrupción y a los males del narcotráfico, la evasión, el contrabando, el lavado de activos, el asesinato, la violación, la corrupción, las disidencias guerrilleras y otros.
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