“Loable apuesta narrativa que construye el gobierno del cambio, para incentivar el turismo e impulsar la inversión extranjera, se contrapone a la realidad que se teje en el entramado social colombiano. Ausencia de mano dura contra los criminales, primeras líneas, y gestores de paz, atiza la violencia, la inseguridad y la inestabilidad.”
Pésimo precedente de resistencia a las normas, que se ha sembrado en Colombia, delinea un clima de tensiones donde las vías de hecho son la respuesta a la carencia de argumentos. Opción que toman algunos reductos poblacionales para lograr un objetivo, más que una rebeldía a la fijación de límites es la materialización de una violencia que se toma cada uno de los rincones de la geografía nacional. Intimidación que propaga el culto al miedo desdibuja un clima de seguridad que debería ser estandarte para atraer capitales, y vender los sitios turísticos del país como una opción vacacional. Intransigencia, que acompaña a una ideología de progresismo socialista, es la que impide que los colombianos lleguen a un acuerdo tácito de convivencia distante de la híper-simplificación de un problema que va mucho más allá del sicariato, el secuestro, el boleteo, las vacunas, la intimidación y el robo que se ejerce a diario en las zonas urbanas y rurales de la nación.
Ausencia de autoridad, que envalentona a los actores al margen de la ley, escudados en un falso inconformismo ciudadano, trae consigo un costo político para el gobierno de izquierda en Colombia. Apoyo que se brindó a la desestabilización, afinidad que tuvo el Pacto Histórico con las asociaciones ciudadanas y las organizaciones al criminales, son el estandarte de una inseguridad que crece a pasos agigantados y agobia al país. Complejo entorno que se atomiza con su mandatario, y los agentes del gobierno, que siguen alimentando el odio, desde los medios de comunicación, la plaza pública y las redes sociales. Radicalización de una polarización política que se concentra en estupideces baladíes que solo convienen a quienes se benefician de la confrontación permanente para imponer su agenda de cambio. Contexto que exalta la urgente necesidad de no seguir bebiendo el coctel de la felicidad que hace creer que se vive “sabrosito” mientras se sustituye la realidad, del día a día, por un imaginario.
Lo que hoy se vive en Colombia es el resultado de la mala planeación, y ausencia de gestión, por parte de la izquierda en el poder, concepción de gobierno que apuesta por los “nadies”, pero con sus decisiones acrecienta la desigualdad y excita en la población el uso de la agresión para imponer la ley del más fuerte. Contradicciones de Gustavo Francisco Petro Urrego, tratando de explicar lo inexplicable, son un ataque certero, autoinmolación, que se propina el Pacto Histórico ante la mitomanía que caracteriza a su presidente. Hechos, de suma gravedad, que han impactado en los últimos días el entramado social colombiano han develado de cara al mundo la incongruencia pública de quien dice luchar contra la violencia, la corrupción, y las injusticias, pero en su círculo interno materializa los males que señalaba en sus adversarios. La podredumbre politiquera, de la administración del cambio, impide reconocer como propias sus indelicadezas e intenta minimizarlas, o justificarlas, victimizándose y hablando de entrampamientos por parte de las fuerzas opositoras.
Cambio que aclaman los colombianos en la visión y construcción de país, políticas económicas y sociales, difícilmente se gestarán desde una corriente que concentra todo su actuar en el resentimiento y el odio de clases. En el país se desdibujó el concepto de ética y responsabilidad, el ADN social está cundido de envidia, malas energías y aventajados, disconformidad oportunista, poco coherente y más bien conveniente, que se enaltece al momento de tomar decisiones. El rumbo perdido acrecienta la ansiedad de una nación que con preocupación asume una profunda crisis con ausencia de oportunidades, apuesta de cambio que se constituye en una pesadilla que aviva la violencia desde la pobreza de una población que se ahoga en la carga tributaria que se impone a los ciudadanos. Rumbo perdido que llama a trabajar para salir de la inviabilidad y la intolerancia, sin radicalismos reconstruir la institucionalidad y el estamento de una sociedad democrática como la colombiana.
El país no puede seguir polarizado, enfrascado en discusiones banales, la gente quiere ver acciones efectivas, que el Ejército y la Policía fijen estrategias y concentren esfuerzos para controlar una delincuencia que se encuentra desbordada y está sujeta al brazo operativo e intelectual de bandas transnacionales. Quienes quieren hacer creer que la transgresión de las normas propiciadas por células urbanas, mingas indígenas, colectivos estudiantiles, asociaciones campesinas, agremiaciones sindicales, entre otros, es algo natural, olvidan que quienes dicen estar dispuestos a entregar sus vidas para frenar los abusos fueron quienes pasaron de la protesta a la violencia social. Grave es que se esté en busca permanente de nuevos pretextos para el caos, que exista voluntad de encontrar detonantes que incrementen la inestabilidad. Para la democracia resulta sana la manifestación y libre expresión del colectivo social, pero la prolongación absurda de la misma hastía y conlleva a que pierda todo tipo de sentido y justificación.
El músculo ejecutivo de un caudillo, para enfrentar la crisis, no se mide desde las redes sociales, o los micrófonos de los medios, sino desde su capacidad de acción y reacción al frente de una administración tan compleja como la colombiana. Año y un mes de gobierno develan que eran más las ilusiones que se tenían que la realidad que trajo consigo su mandatario, por el bien de los colombianos solo resta esperar que pueda asimilar el cargo y recomponer el camino para la transformación que tanto anhela y requiere Colombia. Sin el ánimo de estigmatizar, la izquierda debe recomponer sus filas y ver cómo esquiva ese fuego amigo que tanto daño le hace con intereses muy distantes a la legitima lucha en pro de los sectores sociales. En la soledad del poder las mayorías consolidadas, que se tejieron en el legislativo, poco a poco se diluyen y complejizan el accionar de una ideología y sus cambios sociales.
El tiempo pasa, pero nada cambia, ya se conmemoró el primer año de gobierno y… ¡todo sigue igual o peor! Incongruencia de la izquierda en el poder azuza los ánimos ciudadanos, incrementa la polarización entre los extremos ideológicos, y excita, desde la ignorancia, la violencia como argumento en las capas jóvenes de la población, y las masas populares. Multiplicidad de informaciones falsas, verdades a medias, que giran alrededor de la presidencia, las campañas por el poder local, y circula por los escenarios sociales -cadenas de WhatsApp, mensajes de X (Twitter), tendencias en Facebook o viralización audiovisual de TikTok-, promueve la violencia y agresividad que incita al desorden. La coyuntura colombiana llama a recomponer el núcleo social, desde la cooperación de fuerzas propender por la seguridad ciudadana, compromiso con el desarrollo de la ciudad y el país.
Show de victimización, lloriqueo de complejos guardados, incoherencia con reparto de culpas, mentiras y regaños son solo delirios de grandeza y clientelismo político propio del populismo demagógico de la izquierda. Verborrea insidiosa que se niega a reconocer que la nación se cae a pedazos, y va camino a la miseria propia de los progresistas del siglo XXI, antes que inventar peleas, con todo el mundo, que solo conducen a crisis histéricas de su presidente, llegó el momento de asumir las culpas de las embarradas que le corresponden. La prudencia hace verdaderos sabios, actitud de hipocresía que acompaña a su mandatario con una convicción en privado, pero que es diametralmente opuesta a la forma en que se comporta y expresa en público. Erudición de lo políticamente correcto que vive del qué dirán, las apariencias de las relaciones internacionales, y evita tomar decisiones de mérito y de fondo. Colombia como país de la belleza debe llamar a las cosas por su nombre sin el sesgo de una corriente de pensamiento de partido. Ansias de poder de una trinchera filosófica que amenaza y hace bullying social a quien piensa diferente y no se alinea con su visión de futuro.
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