Siempre que alguien va a la cárcel por cualquier razón, pienso en sus padres, hermanos, hijos, cónyuges, es decir, ese primer cordón de personas que son su núcleo familiar inmediato.
Mi buen amigo Eligio Palacio decía que cuando a una persona la asesinan, de alguna manera lo hacen dos veces, pues al fallecimiento biológico le sobrevive el comentario soterrado social «por bueno no lo mataron». Haciendo un paralelo, algo muy parecido le viene a la familia que tiene a uno de los suyos tras las rejas, pues aparte del sufrimiento normal, le viene esa pesadilla de las visitas periódicas y con entendibles restricciones, y no solo eso, sino la incertidumbre de saber cómo la estará pasando ese miembro de la familia allá adentro del reclusorio, de qué estará padeciendo, en qué momento y para cuál otro centro penitenciario lo trasladarán, etc. Además carga esa familia con un estigma social alterno, asociado a que uno de los suyos «falló».
Ya supimos la desgracia de unos uniformados del ejército, que dejados llevar por quién sabe qué razones violaron sexualmente a una menor indígena en el corregimiento Santa Cecilia, municipio de Pueblo Rico, norte de Risaralda, en límites con Chocó. Colombia entera se mostró solidaria con la menor, con su familia, con esa comunidad indígena, y el circo de siempre no se hizo esperar: desde Presidente y vicepresidente pa’ abajo, Fiscal general, comandante del ejército, directora del ICBF, autoridades locales, voceros políticos afectos y opositores del gobierno con equipos de comunicaciones detrás, dándose golpes de pecho en nombre del estado, y manifestando dolor propio por esos hechos repudiables. Ese sainete es el que nos resulta a muchos, despreciable, pues esa contundencia con la que hablan, no pareciera ser la misma cuando de emprender acciones para evitar este tipo de tragedias se trata. Nos queda la sensación de que desgracias como esta, son atriles que les sirven para mojar prensa y de paso erigirse en «evangelizadores de la moral».
Raro: como que la línea de mando entre esos soldados agresores y el comandante del ejército era directa, pues no escuché a comandante de División, de Brigada, de unidad militar especializada, de Batallón, de compañía ni de pelotón explicándole al país cómo fué que se sucedieron los hechos, cómo y en qué momento esos muchachos dejaron de hacer sus tareas para cometer el atroz crimen. Siquiera un Cabo segundo, responsable de escuadra, debería cuando menos estar acompañando a esos «héroes» en los estrados judiciales.
Al margen de todas las consideraciones ya expuestas, sí, qué horror lo que pasó…no debió suceder, ni mucho menos con personas portadoras de uniformes y armas del estado con la misión de velar por la seguridad nacional. Desde ese punto de vista, la desgracia para Colombia también es doble. Los criminales deberán pagar, y esas mamás, esposas e hijos -si los hay- han de saber que el delito de sangre no existe ni constitucional, ni moral, ni siquiera éticamente, así que ustedes son tan inocentes de lo que pasó, como cualquiera de nosotros los que lamentamos el hecho. A esas madres, esposas e hijos les digo, que Dios les ayude en lo que se les viene, que no será fácil, pues la asistencia judicial a los suyos -bien costosa por demás en términos económicos- sumada al estigma social les hará pasar malos ratos.
Y ya para terminar: estoy en la tarea de buscarle familia en Concordia, Antioquia a Libardo Antonio Gallego Ruíz. Ayúdenme subiendo el siguiente enlace video (https://youtu.be/ImuPefJTI-4) a sus redes sociales…hoy por él, mañana por cualquiera de nosotros.
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