El negro José de la Concepción | Parte II

“¿Qué mejor motivación puede tener un escritor? El solo hecho de saber que alguien invierte tiempo valioso para leer un texto vale oro. A mi parecer no es la adulación o la fama lo que a un escritor más lo llena. Eso realmente es un estorbo para el oficio de escribir. Lo que más llena es la sensación de que el lector “cae en la trampa”, como dijo Gabo cuando ganó el Nobel, es decir, cuando la historia lo engancha, lo conmueve, o lo hace reír o llorar y se queda en la memoria”.

Queridos lectores, quiero que sepan que no esperé que la columna donde publiqué la primera parte de la narración titulada El negro José de la Concepción tuviera una buena acogida. Tal vez porque cuando escribo lo hago más para rememorar cuentos de otras épocas que llegaron a mi por otras personas, o hechos históricos o familiares. Compartí este escrito (que está publicado en mi libro Narraciones Improbables y Otros Relatos Cortos) porque la verdad no supe qué escribir cuando me senté a hacer mi acostumbrada columna de opinión mensual. Créanme cuando les digo que tenía el tema claro para escribir mi columna; y ahí quedé yo, justo al frente de la hoja en blanco. Justo en frente de la nada. El vacío. Entonces se me ocurrió compartir algo que ya había escrito. Al fin y al cabo en este medio de comunicación hay otros columnistas que opinan de todos los temas, y que de hecho son mejores que yo en eso. No quería tampoco opinar de lo mismo que otros ya habían opinado. Y para mi sorpresa fue la tercera columna más leída de esa semana.

¿Qué mejor motivación puede tener un escritor? El solo hecho de saber que alguien invierte tiempo valioso para leer un texto vale oro. A mi parecer no es la adulación o la fama lo que a un escritor más lo llena, eso realmente es un estorbo para el oficio de escribir. Lo que más llena es la sensación de que el lector “cae en la trampa”, como dijo Gabo cuando ganó el Nobel, es decir, cuando la historia lo engancha, lo conmueve, o lo hace reír o llorar y se queda en la memoria.

Gracias a ustedes.

Aquí les dejo la segunda parte. Ojala vuelvan a leer la primera, para que tengan el panorama narrativo completo.

Haganme saber sus opiniones.


EL NEGRO JOSÉ DE LA CONCEPCIÓN

Parte II

José de la Concepción recordaba mucho a su padre y su talento para enamorar a punta de parla, pero también recordaba a su madre cuando le recalcaba el modo en que terminó el primero por andar como perro flaco, enamorando a cualquier mujer que se le cruzaba en su camino. Entonces decidió que la enamoraría, pero con la suficiente cautela para evitar morir en el intento.

Los amores comenzaron ese mismo día. Al cruzar aquella calle atestada de gente, José de la Concepción prefirió no parquear su carretilla en el sitio de siempre, sino enfrente del almacén de telas, y solo fue cuestión de tiempo para que las miradas de ambos se encontraran, en el momento exacto en que ella se probaba otro disfraz y él hacía una venta más. En ese momento en que se cruzaron sus miradas, el tiempo pareció detenerse: ella lo miraba con una curiosidad que parecía un recato fingido y él la miraba a su vez, aparentando un desinterés que solo hacía que ella se interesara más.

Aquel juego de miradas se vio repentinamente interrumpido por un estruendo espantoso. La explosión fue tan fuerte que logró desprender los adoquines recién colocados de las calles cercanas al siniestro, reventó los vidrios de las ventanas de los almacenes y hasta hizo caer la campana mayor del campanario de la iglesia de San Pedro Claver, que estaba cerca de allí. La gente salía corriendo espantada en dirección contraria a la columna de humo negro, que se levantaba como un gigante sobre el puerto y el mercado público. La mujer del disfraz salió disparada a la calle, presa del pánico pero sola, porque su marido se quedó en el almacén para evitar que los ladrones se metieran aprovechando el desorden. Ese momento, que apareció como producto de una calculada confabulación con la divina providencia, fue aprovechado por José de la Concepción para hablar por primera vez con aquella mujer que lo había embrujado con su mirar. Ni la multitud enloquecida, ni el fuego que arrasaba sin tregua el puerto y el mercado, evitarían que este negro seductor acabara por enamorarla. No había escapatoria.

Cuando regresó a Turbana, José le contó a su madre lo que sucedió aquel día: le narró con detalles la explosión y cómo conoció a la mujer de su vida, que por cierto describió con los superlativos más elaborados que se sabía. Ahora entiendo lo que decía mi padre cuando se refería a conocer a la mujer indicada, le dijo a su madre, pero ésta lo fulminó con una sentencia imposible de controvertir: ¡ay, no me vengas con ese cuento de la mujer indicada que ya me lo sé. Parece que estuviera escuchando a tu padre, que vivía echándole ese cuento a todas las mujeres indicadas que encontraba en cada esquina!.

Tiempo después se supo, que una bodega llena de pólvora había sido deliberadamente incendiada por un chino, que se había quedado a probar suerte en estas tierras de seres demasiado alegres y bulliciosos. Dijeron que la había incendiado porque se negaba a entregar su mercancía a los curas que se oponían al comercio de la pólvora en días de fiestas religiosas. Muchos le echaban la culpa al chino por la tragedia que provocó con la explosión y el incendio posterior; otros le echaban la culpa a los curas, porque no podían pretender que el chino les entendiera cuando ellos le hablaban en latín, porque era evidente que no entendía ni siquiera el español y algunos dicen que uno de esos curas fue el que inició el fuego. Desde ese entonces la pólvora quedó prohibida so pena de prisión eterna o destierro.

Lo que hablaron durante aquella conversación se desconoce. Nunca se supo qué le dijo aquel negro cautivador. Lo cierto es que, después de un mes de la explosión del puerto, en el pueblo hubo una crisis rara, algo que fue definido como “una desazón carnal” que provocó que las parejas dejaran de hacer el amor. Como siempre, la gente recurrió a Manuela Causil para buscar la cura, y fue así como esta curandera utilizó un bicho raro pero infalible, que logró restablecer la normalidad de la intimidad marital del pueblo.

El turco y su joven esposa no recurrieron al remedio de Manuela Causil, porque aquel viejo ya no funcionaba en la intimidad y a decir verdad, también era cierto que ella no quería que aquel muerto en vida sufriera un arrebato de vitalidad mesiánica que le hiciera recordar los primeros meses de matrimonio.

El caso es que, meses después, mientras ella y su hermana estaban haciendo compras en el mercado, (que habían reubicado mientras reconstruían el que se había quemado por culpa de la pelotera entre el chino y los curas) ella se desmayó de un momento a otro, no sin antes vomitar el inverosímil plato de Bocachico frito con yuca y aguapanela, que se había desayunado esa mañana en un restaurante callejero, mientras su hermana la miraba como si aquello fuera un sacrilegio ya que, según sus gustos, era absolutamente improbable que se lo comiera porque desde chiquita detestaba el pescado. Como pudieron, su hermana y la dueña del restaurante la levantaron del suelo y la sentaron en una mecedora, y mientras se recuperaba, la dueña del restaurante le puso a chupar unas cáscaras de naranja y le lanzó un diagnóstico impecable con fuerte acento palenquero: Mija, tú lo que estás es prená, vete pa tu casa y huele menticol que eso te ayuda con las maluqueras del embarazo. Al terminar semejante sentencia, la pobre mujer volvió a vomitar como una posesa sobre las piernas de su hermana, que aún no podía creer que fuera posible que el turco hubiese tenido la vitalidad para tal hazaña, además, ellas se contaban todo y sabía perfectamente que su hermana no tenía intimidad con su marido.

La noticia cayó como una bomba en aquel momento y nadie se explicaba cómo, cuándo y mucho menos quién había perpetrado semejante pecado. El viejo turco, indignado con la situación intentó devolver su mujer a sus padres, pero estos le dijeron que hacer eso era peor que asumir la paternidad un hijo que no era suyo, incluso lo intentaron convencer de que si aceptaba al bebé sería un signo de virilidad que mejoraría las ganancias de su negocio, pero como el turco no aceptó esa absurda idea, terminaron por amenazar con echarlo al agua por sus negocios ilícitos. Al final el viejo no soportó la humillación y se marchó, con la excusa de ir a comprar telas a Macedonia y jamás volvió a regresar.

De este modo, José de la Concepción logró obtener lo que tanto anhelaba sin morir en el intento. Dejó la carretilla y los bollos de yuca. Dejó para siempre los recuerdos de las calles polvorientas y de los pesares infinitos de su infancia. Se adueñó del local de telas que ahora promocionaba con el cuento de que las traía directamente de la ruta de las sedas y cómo la gente no sabía dónde quedaban esas tierras lejanas y misteriosas, las compraban carísimas y con todo gusto, porque el buen vestir era símbolo de alcurnia. El negocio era altamente lucrativo porque esas supuestas telas de oriente en realidad venían de Venezuela y entraban de contrabando por la Guajira.

Y así, el negro José de la concepción se volvió más antipático que el turco al que reemplazó, se volvió inmensamente rico, pero nunca le fue infiel a su esposa, porque nunca olvidó la horrenda imagen de su madre recogiendo los restos de su esposo muerto por sinvergüenza.

Tiempo después me enteré de cómo resultó embarazada la mujer del turco. Resulta que el negro usó aquel bicho raro que usaba Manuela Causil para curar la desazón carnal: se lo envolvió en hojas de maíz, como si fuera un bollo de yuca común y corriente y, después de que éste la picó, terminaron revolcándose sobre un lote de telas nuevas, recién llegadas supuestamente de Persia, que quedaron impregnadas con el fuerte aroma de clavos de olor y alcanfor de José de la Concepción. Lo peor fue que producto de la ignorancia, el viejo turco aprovechó magistralmente el peculiar olor de las telas para elevar aún más su precio, porque se atrevió a decir que ese era el aroma de los salones privados de los sultanes que comerciaban con el mundo entero aquellas piezas sublimes para vestir.

Aprovechaban cuando el anciano salía a comprar lo necesario para las fiestas de la Popa, que eran las próximas en el calendario; lo que la gente no sabía era que el chino resultó más avispado que todos, porque se había asociado con el turco para montar un expendio clandestino de pólvora (tenían otra bodega secreta repleta, y además hablaba más español de lo que la gente creía), pero el oscuro negocio se le salió de las manos al turco, porque el chino, que repito, era más avispado que los demás, también trataba asuntos con su suegro. Así fue como éste se enteró de los secretos de su yerno que posteriormente los utilizó, como último recurso, para evitar que el viejo devolviera a su hija adúltera y evitar con ello empeorar la situación social de la familia.

Lo más increíble de todo, es que a pesar de la distancia social y racial que los separaba, José de la Concepción pudo echarse al bolsillo a los padres de aquella hermosa mujer, que se le presentó como una premonición de lo que su padre alguna vez le dijo que le pasaba a todo hombre cuando conoce a la mujer indicada.

 

Sanders Lozano Solano

Médico y Cirujano de la Universidad Surcolombiana y Abogado de la Universidad Militar Nueva Granada, es Especialista en Gerencia de Servicios de Salud y Magíster en Educación. Experto en responsabilidad médica, se ha dedicado en los últimos años a su verdadera pasión: la academia y la escritura.

2 Comments

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  • La felicidad de uno puede ser, y muy probablemente así sea, la tristeza de otros, mejor compartir; que el que come callado muy probablemente coma dos veces
    Gracias por este rato de lecturas cortas tan amenas