El negocio es acabar el negocio

Por allá en los albores del Gobierno de Uribe, el entonces ministro del Interior Fernando Londoño Hoyos afirmaba con vehemencia que en el Putumayo no había una sola mata de coca, lo cual por supuesto era exagerado. Eran los años del Plan Colombia, una estrategia binacional de represión de la oferta de drogas ilegales que lideraron Colombia y los Estados Unidos. Al finalizar la Administración de Álvaro Uribe y en los primeros dos años del gobierno de Juan Manuel Santos las hectáreas de cultivos ilícitos alcanzaban las 45 mil, menos de la mitad de los años anteriores, y se pensaba que se había roto con la herencia del negocio multimillonario. Sin embargo, un cambio de estrategia del Gobierno colombiano –y un aumento del consumo en los Estados Unidos, particularmente- configuraron un escenario que multiplicó por cinco el número de hectáreas sembradas de coca. En el debate político interno, la culpa es de Santos, pero la teoría económica en eso no falla y es que el aumento en la producción se explica en buena manera por el aumento del consumo.

En los Estados Unidos, entre 2013 y 2015, pasaron de 601 mil consumidores ocasionales de coca a cerca de 968 mil (según fuentes de la Administración Federal). En Colombia, entre los últimos años de la década pasada y los primeros años de esta, según el Ministerio de Justicia, hubo un aumento de cuatro puntos porcentuales en el consumo de sustancias psicoactivas, lo cual por supuesto también es una variable que explica en buena medida el auge de los cultivos en muchas regiones del país. Claro, dejar de fumigar, la sustitución voluntaria y el acuerdo de paz de La Habana tuvieron un impacto en la lucha contra las drogas, máxime cuando se piensa que se abandonó lo que algunos no dudan en denominar el éxito del Plan Colombia y la Seguridad Democrática. Al respecto, se puede afirmar que fueron estrategias efectivas para contener el problema y frenar su avance, pero no fueron la cura para la enfermedad. La prueba está que en apenas media década tuvimos un aumento notable de los cultivos ilícitos.

Se ha explicado que el gran incentivo para el negocio de las drogas ilícitas es su rentabilidad. El precio de estas se forma como en todo mercado, pero se añade una prima de riesgo, natural a todo negocio ilícito y que incluye la tecnología militar para defenderlo y que cubre el riesgo de ser descubiertos. Mientras el negocio sea lucrativo, tendremos miles de hectáreas sembradas en Colombia y el mercado negro seguirá manchando de sangre a las regiones más apartadas del país, gracias a una peligrosa mezcla de política, tierras, ideología, armas y rentabilidades en las que quedan inmersas poblaciones enteras y líderes sociales que tienen que ver el rostro de una hegemonía que aprovecha la debilidad crónica del Estado colombiano.

Y mientras en los Estados Unidos el consumo siga en aumento y la respuesta de las administraciones sea reprimir la oferta, seguiremos experimentando el fenómeno de las drogas ilícitas en distintas formas, pero que apuntan siempre al control territorial clave para mantener las rutas y las salidas al mar y a los mercados del producto. Hay que mirar con atención la agenda del nuevo gobierno presidido por Iván Duque, que apunta a desempolvar recetas para la lucha que fueron exitosas para contener el problema pero no para resolverlo. Si bien Juan Manuel Santos fracasó en su estrategia contra las drogas, se le abona que puso por primera vez la necesidad de legalizarlas sobre la mesa. Pero hay una tautología que es infalible: el negocio para Colombia es que se acabe el negocio y un negocio se acaba cuando deja de ser rentable.

Andrés Felipe Galindo

Apasionado por la política, hincha del Deportivo Cali y del Real Madrid. Ha trabajado en el sector privado, en la academia y en el sector público. Fue candidato al concejo de Cali y sueña con ser alcalde de su ciudad.