“Decisiones, por montones, cada día, a cada hora, alguien pierde, alguien gana, avemaría…”. Así suena una de las canciones que, ¡vaya a saber en qué momento!, todos aprendimos… Y así suena también, (y tan bien) un resumen breve de la vida misma.
Y es que, mi manera de entender el hecho tan extraño de existir, podría perfectamente llamarse El eterno resplandor de una mente que sobre piensa, pues reflexiono cada uno de los pasos, que hoy sé, son decisiones, me llevaron hasta aquí; decisiones que me encantaría tuvieran relación con palabras como libertad, valentía, carácter… Pero ¡nada de esto! Las veces que he elegido o que la vida ha elegido por mí, tienen protagonista propio: el miedo. Por ello, quise hacerle un elogio especial.
Él merece, como si se tratara de su historia, que se empiece por el inicio, entonces yo empezaría pidiendo el contacto de la primera persona que dijo “peor malo conocido que bueno por conocer”, pues sin saberlo resumió años de investigaciones que explican que el cerebro, por puro instinto de supervivencia, prefiere quedarse en el lugar conocido, así le sepa a dos tazas de babas (como diría mi mamá para referirse a la decadencia del sabor en el mundo), que lanzarse a la incertidumbre… A ese miedo ante algo nuevo.
Sin embargo, el miedo no solo se ha dado la mano con las decisiones que me han acontecido, sino que también, es de las pocas cosas que en la vida yo creo que le puedo poner el pronombre “mí” por delante, porque ya saben, lo que creemos que nos pertenece es aquello de lo que menos somos dueños. Pero, el miedo es tan único, que puede verse para unos en la oscuridad, para otros cuando salen a la luz o para mí, que me atemoriza, de tanto vivir del pasado, no ser lo suficientemente agradecida por el presente.
A él le debo las ganas que he tenido de salir corriendo cuando sé que estoy repitiendo lo que me juré haber aprendido; le agradezco el haberme demostrado que después de él, no hay un fin, sino seguir viviendo, ¡eso sí! Con un miedo menos. Curioso es entonces aceptar que el miedo quita y el miedo da.
Me ha avisado también que ya llevo mucho tiempo sintiéndome segura en un lugar que quizá ha dejado de enseñarme. Me ha hecho amar más, sabiendo que la intensidad no garantiza permanencia, pero sí resta culpas cuando se trata de pasar factura.
El miedo me ayuda a no perderme ningún atardecer creyendo que no volverá uno igual y, hasta parece loco, pero me ha ayudado a priorizar cosas tan simples como a qué le tengo más temor: ¿a enviar el mensaje? ¿o a quedarme con la duda de si habría llegado la respuesta?
Me impulsa a decir te amos aún a las personas que me son indiferentes, pues le he querido perder el miedo a eso de “nunca te vayas a dormir enojado”, porque no quiero que en ninguna relación me definan unas últimas horas, sino, como mínimo, todos los días vividos.
Y aunque las grandes fuentes que nos hablan de amor propio y bienestar repiten la importancia de actuar sin miedo, yo pocas veces creo que no sea este quien me mueva a tomar decisiones. De aquí que el miedo, aunque parece que en todas las historias sea el lobo que va detrás de Caperucita, es en la mía, quizá un lobo sí, pero que cuando sé llamarlo por su nombre, puedo mirarlo a los ojos y pedirle que me haga mover, a la velocidad que yo quiera, pero nunca dejarme quieta.
Lo único que le puedo recriminar al miedo en general (no al mío), es que es colectivo cuando se trata de hablar de él, y qué delicioso fuera que los parches con pola siempre hablaran del miedo a perder un amor, o al miedo de encontrarlo; el miedo de perderse o de conocerse a uno mismo, el miedo de tener ganas de más, o por el contrario, de sentirse satisfecho. El miedo lo único que tiene de miedo es que no nos deja hablar de él… Al final, el miedo es muy fuerte, porque nos pone blanditos.
Comentar