Entre tantos miedos que han marcado mi vida, tengo dos que me gusta llamar irracionales: el Río Medellín, desde una crónica buenísima que leí alguna vez, pero que me dejó el sinsabor de muerte cada vez que lo veo, y el de estar en el Metrocable y que una de sus cabinas se desprenda, a pesar de que una y otra vez mi papá, con la certeza de quién defendió el Titanic, calificará el sistema como uno de los mejores del mundo.
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Yo dormía cuando mi miedo sonaba estruendoso a las 4:30 am lejos de mi cama. Desde que vi la noticia me quedé como se queda quien siente pasos de animal grande; como si fuera yo la siguiente porque, aunque viviendo muy lejos de todas sus líneas, si encontraba la ocasión, no perdía oportunidad para ver la verdadera Medellín desde arriba y saborearme todas las historias que me imagino, habitan abajo.
Por haber sucedido en mitad de semana, quise dejar la noticia pasar, aunque a todos mis amigos les pregunté ese día, inconscientemente, cuál era su miedo más grande, y al finalizar la tarde, me dediqué una y otra vez a consultar lo fascinante en un suceso como estos: las versiones de los espectadores, que entre más me cuenten, más me gustan.
En redes alguien escribió un par de líneas que se me grabaron en el pecho: “ahora miles de personas tendrán que empezar su rutina diaria con miedo”, y la desazón de imaginarme todos los días, abriendo la puerta de mi casa y teniendo solo una opción: enfrentarme a la posibilidad de morir o ¡peor aún! Ver cómo se mueren frente a mí, fue superior a la razón.
Y aunque no he investigado los por menores del caso, ni sé si el accidente se pudo haber evitado con un respectivo proceso de mantenimiento, he estado en ese momento de la vida en donde empiezo a darme cuenta que vivir es el verbo que más se nos olvida.
La muerte esta vez cobró principal protagonismo y manchó a Medellín, pues hablar del Metro es hablar de la ciudad mientras salimos en todos los medios como lo que somos: infinitamente vulnerables ante el destino.
Aquellas personas que seguirán usando el Metrocable día a día hoy tienen una ventaja que nosotros no, y es que son mucho más consciente de lo efímera que es la existencia. Puedo asegurar, que la mayoría de ellos no olvidarán, por lo menos en un buen tiempo, decir te amo cuando lo sientan, dar el paso que los tiene quietos o mirar al cielo en lugar de caminar con la cabeza gacha… Ellos, ya no perderán el tiempo como nos encanta perderlo a los cobardes que creemos que la vida es eterna: sin decidirnos.
Para mí, más allá del suceso que dentro de poco será noticia vieja, pero no se borrará del sistema Metro, la muerte cuando cae tan cerquita siempre es un llamado de atención para quienes perdemos “tiempo” haciendo nada con el “tiempo”; dejando que la vida decida o que llegue el momento perfecto para empezar algo que nos regale sentido.
Seguiré montando en Metrocable por placer sí, porque me gusta ver los paisajes de Medellín, pero me gustarán de ahora en adelante mucho más, cuando sepa que una cosa es apreciarlos por unos instantes y otra muy diferente es dejar que mi vida se me convierta en uno.
Esto quedará en la historia como todas las cosas que pasan, porque sí, todo pasa, incluso la vida cuando se descuelga, sin ni siquiera darnos cuenta.
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