“El Estado debe ser la garantía para vivir en libertad, no la cuña con la que se progresa a pesar de”
El Estado nace por y para garantizar el orden y la seguridad dentro de un territorio determinado. Su existencia -desde el concepto más prístino- se cimienta en la sujeción de un grupo de personas a otro que ostenta el poder y lo manifiesta a través del uso de la fuerza, la cual utiliza -insisto- para garantizar el orden y la seguridad (tanto interna como externa). Es, en esencia, la legitimación del ejercicio del poder en pro de lo que quienes lo ostentan consideran como bueno y, además, va en beneficio de sí mismos y, de manera colateral, en beneficio de otros.
Es importante dejar en claro que esa legitimación tiene raíz en el uso de la fuerza, pues -por regla general- ningún Estado nace del mero acuerdo; por ejemplo, cuando la burguesía francesa derrocó al “antiguo régimen” lo hizo valiéndose de la fuerza de la hoja de la guillotina sobre la cabeza del Rey; cuando los bolcheviques derrocaron el zarismo lo hicieron matando a traición al Zar Nicolai Alexsándrovich II y a toda su familia; la independencia de Colombia se dio por el filo del machete (la plata inglesa y el apoyo de la masonería). Si discurrimos por la historia de la humanidad, encontraremos muy pocas excepciones en las cuales la instauración de un régimen no nace de la supremacía de un grupo sobre otro a través del sometimiento por la fuerza.
Distorsionando -dolosa o culposamente- su naturaleza, Aristóteles afirma que todo Estado es una asociación, un acuerdo. Bajo esa premisa, los ilustrados franceses -artífices de la revolución jacobina- nos metieron en el cuento de que el Estado goza de legitimidad en tanto se sustenta jurídicamente en un acuerdo o contrato social que es plasmado en una constitución política y cuyo origen es la “voluntad popular”. No obstante, el Estado es todo momento y en todo lugar un ente que, legitimado por la razón o por la fuerza, ejerce el poder manifestándose en formas diversas para controlar al grupo de personas que están bajo su mandato, limitando de manera explícita el ejercicio de la libertad.
En algún punto de la historia distorsionamos la labor del Estado y le otorgamos obligaciones que, por su naturaleza misma, no le competen, como garantizar el ejercicio de una serie de máximas -hoy universales-, aún por encima de su capacidad; es decir, una carga inconmensurable de derechos de cumplimiento inexpugnable e ilimitado, aunque los recursos sean limitados y finitos. Don José Ortega y Gasset -quien inspira esta reflexión- establece el año 1848 como el punto de inflexión en el que el poder público supera de manera abrumadora al poder social, convirtiendo al Estado en una máquina “formidable” que funciona de manera prodigiosa y, plantada en la sociedad, le basta con “tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social”.
Tengamos presente que Don José muere en 1955 y, para su fortuna y nuestra desgracia, no alcanzó a vivir en un mundo gobernado por lógicas engañosas y posverdades (luego podemos traer a Unamuno para hablar del concepto de verdad), donde los Estados contemporáneos han adoptado al globalismo -que es comunismo disfrazado de inclusión y ambientalismo- como máxima suprema; y se han puesto como objetivo (por ignorancia o maldad) implementar la idea marxista del Estado y, en suma, llegar al socialismo utópico. Es hora de decir lo evidente: nos han engañado, pues el Estado -en manos de un único partido- no es un satisfactor de necesidades, no es un salvador de miserables, no es un ser todopoderoso que tiene la misión de gobernar nuestras pasiones e indicarnos cómo debemos vivir para, al final, poder dar por eliminadas las clases sociales y el Estado mismo.
Precisamente el filósofo de la Escuela de Madrid nos advirtió desde 1927 -en los ensayos que luego darían lugar a la publicación de La rebelión de las masas- de los peligros de la concepción contemporánea del Estado, la cual es fascinante para el hombre-masa (se trata de un ser maniobrable -en tanto masa- que, además, desconoce el origen de sus privilegios y, por tanto, pide todos los derechos sin reconocer ninguna de sus obligaciones), pues lo admira y asegura que su existencia cobra sentido en tanto asegura su vida; le fascina porque desconoce que el Estado es una creación humana que -en palabras de Ortega- fue inventada por ciertos seres humanos y se sostiene en ciertas virtudes y supuestos que esas personas consideraban como buenas. Esa fascinación y esa ignorancia le hace creer que el Estado es suyo, por lo que le exige cada vez más que se encargue directamente de solucionarle cualquier conflicto, problema o dificultas.
Desde una perspectiva económica, el Estado contemporáneo contraviene toda lógica, pues omite -por ignorancia o dolo- que los bienes -cualesquiera que sean- son limitados y las necesidades humanas son ilimitadas; que la única creación y distribución de riqueza posible proviene del intercambio voluntario de bienes y/o servicios; y que la formación de precios se basa, justamente, en lo escaso de un bien y el apetito y capacidad de alguien por obtenerlo.
En ese afán por garantizar asuntos que exceden su capacidad, necesita distribuir riquezas que no produce (porque el Estado no suele crear riqueza), su crecimiento ahoga a los verdaderos propulsores económicos: el empresariado, por lo que ese intento “altruista” pasa primero por un saqueo. Justamente en la extralimitación de sus funciones originarias radica el peligro que hoy amenaza a la civilización, en palabras de Ortega, la humanidad se ve amenazada en su integridad por “la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado”. La humanidad se encuentra en un abismo derivado de la absorción de la individualidad por el colectivismo, la estructuración constante de categorías que limitan la autodeterminación y, en suma, el deseo de una masa de controlar todos los aspectos de la vida humana.
Este es un escrito que reivindica la antítesis del Estado contemporáneo y lo entiende solo como un mal medianamente necesario. Permitimos su escogencia (o imposición) para delegar en un grupo de personas una serie de recursos con los cuales debe procurar garantizarnos la existencia en coexistencia con el fin de que la humanidad pueda ejercer su libertad económica e individual en paz; y, en teoría, se agradece su intervención de manera exclusiva cuando las voluntades humanas tengan puntos de encuentro en los que se requiera la mediación de un ente “imparcial y ecuánime”.
Aún no es tarde para entrar en la discusión por la reducción del Estado, y la limitación de sus funciones al orden y la justicia; procuremos acabar con la patología de los estatistas de ahogarnos en impuestos, tasas, contribuciones y regulaciones absurdas. El Estado debe ser la garantía para vivir en libertad, no la cuña con la que se progresa a pesar de. Por todo lo anterior: el mayor peligro, el Estado y, por tanto, menos, es más.
Comentar