“El control de la información siempre ha sido poder; los cables submarinos son hoy las arterias invisibles de ese poder”.
– Yassell A. Rojas S.
Entre mapas y tratados, hay hilos ocultos bajo los océanos que deciden quién realmente conecta al mundo. ¿Quién es el que los custodia? En un mundo donde la conectividad parece un derecho adquirido, invisible y omnipresente, pocos nos detenemos a pensar en lo que la hace posible. Oculta en lo más profundo de los océanos, existe una infraestructura crucial: los cables submarinos. Aunque permanecen fuera de nuestra vista, forman una vasta red que sostiene gran parte de nuestra vida digital y, en silencio, define quién tiene acceso a la información y el poder que de ella emana.
La llegada de los cables submarinos a mediados del siglo XIX marcó un antes y después en el manejo de las comunicaciones en todo el planeta. En 1852, y gracias a The Submarine Telegraph Company se establece, en el Canal de la Mancha, el primer cable submarino operativo y, unos años después, llegaría la idea de tender un cable transatlántico que se haría efectiva para el año 1868. Desde ese momento, el ascenso de este sistema ha sido exponencial, volviéndose la columna vertebral de la conectividad global y llegando a representar el 99% de las comunicaciones digitales a nivel internacional. Tanto es así que, hoy en día, gigantes tecnológicos invierten en su desarrollo e implementación, para así continuar garantizando innovación y avance tecnológico.
Pero esta infraestructura no es solo un logro de la era digital: cuenta con un gran valor estratégico que tiene raíces profundas a lo largo de la historia. A partir de los primeros cables submarinos, los gobiernos y potencias mundiales entendieron que controlar estas rutas invisibles podía traducirse en una gran ventaja política, económica y militar. En el siglo XIX, cada cable no solo conectaba continentes; se convertía en una herramienta política altamente codiciada: desde su uso para transmitir información sensible entre naciones hasta su potencial para influir en decisiones diplomáticas.
El dominio de los mares dejó de ser medido únicamente por las flotas de guerra: durante la Primera Guerra Mundial, se convirtió en un objetivo militar. El ejemplo directo de esto fue la intervención de Gran Bretaña a los cables de comunicación alemanes, de donde se obtiene el Telegrama Zimmermann, el cual cambió el rumbo de la guerra al involucrar a los Estados Unidos. Esta lógica se repitió en la Guerra Fría. La Operación Ivy Bells (década de 1970) mostró hasta qué punto los cables eran vitales, otorgándole a Washington una gran ventaja estratégica mediante la intervención de cables soviéticos en el mar de Ojotsk.
Dichos episodios históricos revelan un patrón: quien domina los cables domina la narrativa del mundo. Lo que en el siglo XIX fue el telegrama, y en el XX la intercepción militar, hoy se traduce en el control de internet y el flujo de datos.
Hoy, bajo la superficie oceánica, se extiende una red de más de 1,4 millones de kilómetros de cables submarinos, por donde circulan entre el 95% y el 99% de los datos globales. No es una metáfora: el mundo digital depende de un puñado de fibras ópticas tendidas en el lecho marino.
En este escenario, las potencias del mundo se disputan quién custodia esos hilos invisibles. Los Estados Unidos, con su poder naval y sus agencias de inteligencia, asegura los puntos estratégicos del Atlántico y el Pacífico. China apuesta fuerte a través de empresas como Huawei Marine Networks, financiando cables que unen África, Asia y América Latina, en un intento de tejer su propia red global. Rusia, consciente de que el control de los mares del norte puede ser decisivo, concentra su mirada en el Ártico y el Báltico, mientras advierte sobre la vulnerabilidad de esta infraestructura frente a sabotajes. Incluso la Unión Europea debate hoy cómo lograr una “soberanía digital” que la haga menos dependiente de los gigantes externos.
Pero el poder ya no es exclusivo de los Estados. Hoy, las grandes tecnológicas son dueñas de caminos enteros bajo el océano. Google, Meta, Microsoft o Amazon invierten en cables intercontinentales con presupuestos multimillonarios. Algunos ejemplos son el cable Equiano, que conecta Europa con África, o Marea, uniendo los Estados Unidos con España. Ya no hablamos solamente de gobiernos diseñando las rutas del mundo digital: las corporaciones privadas están construyendo la nueva cartografía de internet.
Algunas zonas concentran tanto tráfico que se vuelven puntos críticos para la estabilidad global. El Estrecho de Malaca, el Canal de Suez o el Estrecho de Gibraltar son verdaderos cuellos de botella. También ciertas islas, como Guam, Hawái o las Canarias, funcionan como “enchufes” del planeta: pequeños territorios que sostienen el flujo de miles de millones de datos. Un corte en cualquiera de ellos podría dejar desconectada a toda una región en cuestión de horas.
Manteniendo este tema, en el marco geopolítico, los cables submarinos representan un objetivo estratégico, pudiendo ser la llave que le otorgue silencio a un país entero.
El espionaje es un clásico en esta historia. Durante décadas, potencias mundiales se dedicaron a probar técnicas para escuchar el tráfico que corría por los cables; aunque hoy, con el uso de la fibra óptica, esta práctica se ha sofisticado. Informes de inteligencia demuestran que, tanto agencias estatales como actores privados han buscado puntos de vulnerabilidad y de intercepción en las costas y estaciones de amarre, donde se vuelve débil la seguridad. Pero si el espionaje es sigiloso, el sabotaje es un grito que corta la línea. En 2022, el ataque a Nord Stream en el Báltico –pese a que se trataba de energía y no de datos– nos sirvió como un recordatorio de lo frágiles que son las infraestructuras submarinas. Al año siguiente, varios cables cerca de Taiwán y en el Mar Rojo fueron dañados, donde las tensiones geopolíticas con Yemen provocaron cortes que dejaron a millones de personas con servicios de internet inoperantes. Cada incidente expone algo evidente: un golpe en el fondo del mar puede sentirse en cada pantalla del planeta. La diplomacia internacional intenta seguir el ritmo, pero los tratados que rigen los mares –como la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS)– resultan insuficientes para una tecnología que avanza más rápido que la burocracia. No existe, en rigor, un marco global que proteja de manera efectiva a los cables submarinos. Cada potencia vela por sus intereses, y las zonas de paso se convierten en un tablero de tensiones permanentes.
Así, el mapa invisible del internet se parece cada vez más a un campo minado. Quien custodia los cables no solo controla la comunicación: también decide quién puede ser silenciado en medio de un conflicto. En un mundo interconectado, la vulnerabilidad ya no se mide en bases militares, sino en fibras ópticas que se enredan bajo los océanos.
Cuando pensamos en geopolítica digital, solemos imaginar a los Estados Unidos, China o Europa disputando sus intereses en el Atlántico o el Pacífico. No obstante, lo cierto es que el Sur Global, y en particular América Latina, también se encuentran en el centro de esta pugna silenciosa. Nuestra conexión con el mundo depende de apenas un manojo de cables que llegan a las costas de Brasil, Chile, Argentina o México. La fragilidad es evidente: un accidente o un sabotaje en alguno de ellos podría dejar a países enteros con un acceso limitado o colapsado a internet.
Aquí la competencia es clara. China financia y construye proyectos que ofrecen precios competitivos y rutas alternativas. Los Estados Unidos, a través de empresas privadas como Google o Meta, busca mantener el dominio en las conexiones que van del continente hacia Norteamérica o Europa. El cable EllaLink, inaugurado en 2021, conecta directamente a Brasil con Portugal, reduciendo la dependencia de rutas que pasaban por los EE. UU.; un ejemplo de cómo América Latina intenta ganar autonomía, aunque sea parcial.
El dilema es profundo: ¿qué significa hablar de soberanía digital en una región donde no producimos los cables, no controlamos los nodos, ni dominamos la tecnología que hace posible la transmisión? En este punto, América Latina corre el riesgo de convertirse en un “patio trasero digital”, un espacio de disputa entre gigantes que ven a la región más como mercado de consumo que como actor estratégico.
Sin embargo, también hay oportunidades. La posición geográfica del continente lo convierte en un cruce natural entre el Atlántico y el Pacífico, entre el norte y el sur. Nuevas rutas que pasen por la Patagonia, por el Amazonas o por el Caribe podrían transformar a la región en un hub digital. La pregunta es si seremos capaces de planificar esa infraestructura con visión estratégica o si seguiremos siendo meros espectadores en el combate global.
En esta era de incesante competencia tecnológica donde el 5G, la Inteligencia Artificial (AI) y las constelaciones de satélites se imponen sobre la infraestructura cableada, el futuro se debate entre el poder concentrado y la vulnerabilidad amplificada; tal dinámica crítica da lugar a posibles escenarios de profundo impacto geopolítico, desde la temida fragmentación digital que levanta muros en el ciberespacio, hasta el riesgo latente del ciber-colonialismo ejercido por las potencias tecnológicas sobre las naciones dependientes, haciendo de la soberanía tecnológica un imperativo para la autonomía nacional. El verdadero nudo gordiano que define si esta evolución será libertaria o dictatorial reside en la pregunta que resuena en cada data center y cada órbita: ¿quién custodia realmente el flujo global de información?, siendo la respuesta un complejo entramado de corporaciones Big Tech, agencias estatales y élites de hardware y software cuya transparencia es, por desgracia, inversamente proporcional a su inmenso control.
El gran engaño de la modernidad es habernos convencido de que la libertad digital se decide en el plano del software, en los algoritmos o en los discursos de ética tecnológica. Falso. La soberanía no es un manifiesto: es una tubería. El dominio real no está en las palabras que usamos para debatir la red, sino en quién controla físicamente los cables. Son estas líneas de fibra óptica submarina –silenciosas, vastas y opacas– las que ejercen el verdadero poder geopolítico y económico del siglo XXI. El control de la infraestructura física es el punto ciego de nuestra democracia digital. La reflexión es ineludible. Dejemos de mirar la superficie brillante de nuestras pantallas y comprendamos la verdad desnuda del sistema. Es hora de ver el mapa invisible bajo los océanos, porque ahí, en esas profundidades ignoradas, reside la única cartografía que realmente importa: la del control absoluto sobre nuestro futuro conectado. Hemos externalizado nuestra conciencia y nuestra conectividad… ahora sabemos dónde está el interruptor.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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