El malestar en la democracia

El malestar en la democracia

El ensayo de Jano García “Contra la mayoría” hace consciente lo que todos, de una manera u otra sabemos: la democracia está en decadencia porque los elegidos y los electores también lo están. Es un poco obvio, pero sin embargo necesario de exponer: aquello que comprendemos como el sistema “menos malo”, ha devenido en lo que justamente predica evitar, en tiranía.

Reflexionemos en los siguiente: la clase política no viene de otro planeta, son emergentes de la moral que ostenta una época como además parte constitutiva de la sociedad que la compone. Según arguye García el candidato solo quiere nuestro voto. Nada más. En un sistema democrático le es imprescindible para continuar con su forma de vida cómoda, cuidando de sus riquezas obtenidas en modo parasitario y para seguir viviendo del tributo simulando más o menos que gestiona para justificar su existencia.  Empero, el ensayo muestra que, para obtener el botín tan ansiado (el voto), tratan de simpatizar con lo universal. De ser, mejor dicho, de mostrarse lo más parecidos a la generalidad a la que intentan seducir diciendo lo que las masas desean escuchar. Son artífices de la más refinada mímesis. De fomentar el pensamiento mágico y que el electorado caiga en un inútil optimismo de que mejorará una situación que obviamente no lo hará. No buscan establecer la verdad. Ni mucho menos solucionar nada. No es necesario. Porque esos conjuntos no lo requieren. Solo desean ser seducidos y engañados. Que les regalen los oídos.

Esto nos coloca como ciudadanos, aunque no lo queramos asumir, en un papel protagónico y, por supuesto, como responsables de nuestro destino político. De sociedades cultas y con fundamentos morales hay una espera de gobernantes éticos, educados y con compromiso social que nos representen. En cambio, de sociedades empobrecidas, indiferentes e ignorantes solo pueden dar lugar a gobernantes que les ofrecen solo eso. Pero claro, pueblos libres e ilustrados se tornan demasiado peligrosos. Es una falacia el creer que necesitamos conducción. Lo que necesitamos es tener principios elevados para exigir lo mismo de aquellos que deciden por nosotros.

John Stuart Mill, un pensador liberal de izquierda que vivió durante el siglo XIX, que, por otra parte, sería bueno desempolvar de la biblioteca y releer, ya nos advertía acerca de estar atentos a “la tiranía de la mayoría”. Nos aleccionaba del peligro de corromper el liberalismo con una doctrina netamente económica como las tendencias de Adam Smith y David Ricardo. A partir de la Revolución en París de 1830 se encendió en él el debate sobe una autodeterminación de carácter social (no económico). Apoyó los procesos revolucionarios antimonárquicos que sacudieron a Europa en 1848 y se atrevió a defender a la Comuna de París de 1871. Pero mantuvo en claro la cuestión de la democracia.

Esto hoy nos lleva a interrogar, ¿qué libertad puede haber en una ventaja numérica compuesta por sectores lumpenizados, ideologizados, que creen en soluciones sobrenaturales, que se mantienen en un discurso vetusto de una era soviética que ya no existe? Por el contrario, ¿qué equidad puede existir si priman solo las búsquedas de los sectores más pudientes y de sus propios avances empresariales dando como resultado más desigualdad? ¿Es justo que la masa, tan solo por ser una porción predominante nos impongan a todos un gobierno que ni siquiera comprenden cómo funciona la dialéctica social? ¿Qué derecho hay que nos hagan creer que somos emancipados cuando estamos atados a un vulgo que solo responde a la lógica del clientelismo?

Los hombres tienen por líderes o por Dioses a aquellos que ven como sus iguales. Asimismo, los crean o los siguen. Jenófanes escribió: “Chatos, negros: así ven los etíopes a sus Dioses. De ojos azules y rubios: así ven a sus Dioses los tracios. Pero si los bueyes y los caballos y los leones tuvieran manos, manos como las personas, para dibujar, para pintar, para crear su obra de arte, entonces los caballos pintarían a sus Dioses semejante a los caballos, los bueyes semejantes a los bueyes, y a partir de sus figuras crearían las formas de los cuerpos divinos según su propia imagen, cada uno según la suya”.

Ante esto, para que funcione una democracia se necesita de algo que hoy raramente permanece: el honor, la lucidez y la moral. Necesita de miembros educados. Urge a lo colectivo el ilustrarse, el adquirir sentidos éticos, recuperar bienes perennes, para exigirles a aquellos que quieren estar en puestos de mando que también los cultiven. Hoy, en medio de una multitud cada vez más licuada, impersonal, más capitalizada, más mediatizada por pantallas y no por el saber y por el interés por el prójimo, donde el único valor colectivo parece ser el dinero, el hedonismo, la imagen vacía y la metafísica del poder hay muy pocas razones para esperar que las cosas cambien.

Esto no es nuevo. Platón viendo las limitaciones atenienses intentó crear una sociedad mejor en Sicilia y Confucio igualmente quiso edificar una administración ética en la China de su tiempo. Ambos regresaron frustrados. Ambos se refugiaron en la soledad de sus claustros. Los ideales solo quedan en utopías y sueños. Quizás por ello existe la “filosofía política” que sostiene a los visionarios que se resisten a la mediocridad y pretenden encender la antorcha de lo imposible. Pero ninguna imposibilidad es razón para renunciar.

Es un acto de heroísmo romántico. Lo sé. Pero es mejor que someterse al consenso de la masa. Para Soren Kierkegaard “el caballero de la fe” era aquel que se encuentra solo contra el mundo y no puede licuar sus ensueños por más improcedentes que sean sacrificándose en el calvario de la mayoría como sistema trágico. Porque hay que decirlo: caído el marxismo (que de ninguna manera fue mejor), la totalidad del mundo ha chocado con el iceberg de la idiotez, ha naufragado en el océano de la nada. Razón por la cual, si no tomamos consciencia de nuestra condición presente construyendo una moral para nuestros tiempos y no fomentamos la educación situada, cosa que en estos aires que corren parece improbable, por delante parece que no queda más camino que ser testigos de la crisis del sistema.


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Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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