” Petro no quiere gobernar. Quiere quedar escrito en los libros. No como presidente: como mito.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…”
— Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra
En un país donde las paradojas son pan de cada día, Colombia vive una tragedia literaria disfrazada de gobierno. El presidente Gustavo Petro, aquel que alguna vez encarnó el grito del inconforme, hoy representa la peor versión de aquello que decía combatir: el vicio del poder absoluto, la mentira sostenida, el desprecio a las instituciones y la necesidad compulsiva de eternizarse en la historia, aún cuando el país clama por soluciones reales y no por sermones interminables.
Es inevitable, para quienes crecimos entre libros y realidad, recordar a Don Quijote. Aquel loco noble que salió a los caminos a deshacer entuertos, a pelear por causas imposibles, pero con un corazón limpio y una intención sin mácula. Don Quijote, sí: el loco que creía en la justicia. Hoy, en cambio, nos gobierna un cuerdo que no cree en nada más allá de sí mismo.
Petro no cabalga sobre Rocinante, sino sobre el cadáver administrativo de su propia promesa de cambio. Se droga, no con alucinógenos, sino con el narcótico más potente: el ego. Se embriaga de ideología, de resentimiento, de su propia voz. Cada intervención es un ritual narcótico de manipulación emocional. Se levanta cada mañana en la Casa de Nariño no a trabajar, sino a tuitear, a predicar, a hostigar. Como un predicador que se quedó sin Dios, y que ahora se adora a sí mismo.
La tragedia se completa con su gabinete: una procesión de ministros intermitentes, incompetentes o serviles. Ninguno lo cuestiona. Ninguno le dice “basta”. Mientras el país se incendia en reformas mal planeadas, improvisaciones peligrosas y polarización creciente, él sueña con perpetuarse: no por resultados, sino por obsesión. Petro no quiere gobernar. Quiere quedar escrito en los libros. No como presidente: como mito.
Pero el problema es que Colombia no necesita mitos. Necesita estadistas.
Como Don Quijote veía gigantes en molinos, Petro ve enemigos en cada institución que le recuerda que la democracia tiene límites. Ataca a la Corte, a la Procuraduría, al Congreso, a la prensa libre, y a todo aquel que no se le arrodille. Desprecia el equilibrio de poderes. Quiere una Colombia reducida a su voluntad, a su verbo. Habla de paz, pero gobierna con odio. Promete inclusión, pero siembra división. Habla de amor por el pueblo, pero no lo escucha.
En su locura cuerda, Petro ha hecho de la mentira su política pública, del caos su modelo de gestión, del desprecio su discurso oficial. Se rodea de aduladores, de activistas sin experiencia, de ministros sin visión. Y mientras tanto, el país se ahoga: en inseguridad, en inflación, en incertidumbre.
Colombia, como Sancho Panza, sigue a su líder sin entender bien si lo que acompaña es un héroe incomprendido o un tirano envuelto en retórica. Cada día más ciudadanos despiertan de la ilusión. Cada día más voces se atreven a gritar que el emperador va desnudo.
La pregunta, entonces, ya no es ideológica. Es ética, histórica, existencial:
¿Quién es el verdadero loco?
¿Don Quijote, que luchaba por ideales imposibles, o Petro, que destruye realidades posibles con cinismo calculado? ¿El caballero que murió fiel a su delirio noble, o el presidente que quiere vivir eternamente encadenado a un poder que no sabe ejercer?
En esta tragicomedia colombiana, la paradoja cervantina es más vigente que nunca. Y el mayor peligro no es el delirio de un hombre, sino el silencio cómplice de una nación que permite que la locura se convierta en sistema.
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