«Es mejor ser temido que amado, si no se puede ser ambas cosas, o en el peor de los casos ser Gustavo Petro».
Si Maquiavelo estuviera vivo hoy, encontraría en Gustavo Petro a un alumno ejemplar de sus enseñanzas. Desde que asumió la presidencia, Petro ha tejido una red de promesas populistas y medidas que, a primera vista, parecen orientadas al progreso social, pero que detrás esconden estrategias de manipulación política dignas del autor de «El Príncipe». En Colombia, el juego de poder se juega con astucia, y Petro no es la excepción.
Lo primero que llama la atención es su capacidad para disfrazar decisiones que en otro contexto serían inaceptables bajo el manto de “reformas” y “cambio”. ¿Qué mejor manera de justificar medidas controversiales que presentarlas como parte de una lucha por la justicia social? Así, bajo la bandera de la «El cambio «, Petro ha conseguido pintar como necesarios actos que solo buscan consolidar su control sobre el aparato estatal, todo con la excusa de combatir a las élites corruptas. Una táctica clásica maquiavélica: atacar el mal que ya existe, mientras se cultiva uno propio en las sombras.
El tema de la Agencia nacional de tierras es un ejemplo perfecto. El presidente habla de redistribuir tierras a campesinos y pueblos indígenas, pero la realidad es que el proceso ha estado plagado de irregularidades, con terrenos adquiridos por medio de transacciones opacas y a precios inflados. ¿Es esto una política genuina para el bienestar del pueblo, o es un cálculo maquiavélico para ganar apoyo entre los sectores rurales mientras se fortalece el poder económico de ciertos aliados? Maquiavelo diría que lo importante es el resultado, no el método. Y en este caso, el resultado es una consolidación política más que una transformación social.
El manejo de las mesas de negociación de paz tampoco escapa a esta lógica. Petro ha sido un ferviente defensor del diálogo con grupos armados, pero, ¿cuánto de este empeño tiene que ver con un deseo sincero de alcanzar la paz y cuánto con la estrategia de neutralizar a estos grupos como oposición? Al ofrecerles espacio en la vida política, Petro no solo desactiva su capacidad de enfrentarse a él en las calles, sino que también gana su lealtad a cambio de inmunidad. Un movimiento inteligente, sin duda, pero uno que ignora por completo el sufrimiento de las víctimas, que se ven traicionadas por pactos entre bambalinas. Maquiavelo estaría orgulloso: el fin, una vez más, justifica los medios.
Y si hablamos de pactos oscuros, no podemos dejar de mencionar el escándalo de corrupción en torno a la UNGRD. Un episodio digno de las páginas más retorcidas de «El Príncipe», donde los recursos públicos se convierten en moneda de cambio para comprar lealtades y asegurarse la estabilidad en el poder. Maquiavelo aconsejaba a los príncipes que fueran “zorros” para evitar las trampas de los adversarios, y Petro ha demostrado ser uno de los más astutos. Mientras el país se debate entre la esperanza y el escepticismo, su gobierno acumula poder a través de prácticas que no pueden llamarse de otra manera que maquiavélicas.
Pero lo más alarmante es su capacidad para crear enemigos donde no los hay, una estrategia que también parece tomada directamente del manual de Maquiavelo. Petro ha sido muy hábil en construir narrativas de confrontación: el pueblo contra las élites, los pobres contra los ricos, los buenos contra los malos. Con esta retórica polarizadora, ha conseguido mantenerse en el centro del debate político, desviando la atención de los problemas reales del país. En lugar de resolver las crisis que enfrenta Colombia –como la inseguridad, el desempleo o la corrupción endémica–, Petro se ha enfocado en consolidar una imagen de líder combativo que lucha contra un enemigo abstracto, sin ofrecer soluciones concretas.
Así, Petro, en su afán de asegurar su legado, parece haber abrazado el maquiavelismo con todas sus letras. Pero no nos engañemos: lo que está en juego aquí no es solo su presidencia, sino el futuro de un país que se enfrenta a una crisis institucional y económica sin precedentes. Petro ha demostrado ser un maestro en el arte de gobernar con astucia, pero, ¿a qué precio? Porque, mientras Petro juega su ajedrez político, el país sigue sumido en crisis económicas, sociales y de seguridad que, lejos de solucionarse, parecen agravarse bajo su mandato. Si bien Maquiavelo estaría satisfecho con la ejecución de su teoría, el pueblo colombiano es quién pagará las consecuencias de este juego de poder.
La política en Colombia se ha convertido en un terreno donde la estrategia, el engaño y el poder se entrelazan de manera casi indisoluble. Petro ha adoptado el legado de Maquiavelo como guía en su gestión, pero la pregunta que queda en el aire es si, al final, el país terminará sucumbiendo a las tácticas del engaño o si el pueblo finalmente despertará ante esta fachada de progresismo.
Detrás de un discurso de justicia social, Petro despliega un entramado de manipulaciones que buscan desviar la atención de su verdadera ambición: perpetuarse en el poder. Cuando el pueblo finalmente se dé cuenta, solo quedará el eco de las promesas vacías de un líder que ha confundido el bienestar colectivo con su propia ambición personal.
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