En el primer grado escolar había que escribir con lápiz, que despedía un olor a madera perfumada con sus virutas que, cuando se usaba el sacapuntas, caían enroscadas al suelo o sobre el pupitre. Solo se alcanzaba el uso del lapicero en el segundo grado, cuando ya se podían llenar cuadernos con tinta azul, roja, o a veces morada, y se usaba la pluma con encabador, que se sumergía en frascos de tinta china.
Eran lapiceros más bien ordinarios, de dos partes, con sujetador, de colores, fabricados de material deleznable. En casa, ya para usos más comprometidos, había bolígrafos extranjeros (como el Sheaffer y el Esterbrook), a los que se les decía estilógrafo. Había cierta pompa en utilizarlos, en escribir con ellos deslizando la suavidad de su punta en libretas y cuadernos, o en hojas de papel fino. Pero el lapicero sí tenía un encanto especial, aunque menos abolengo que las esferográficas o plumas.
Había en cartapacios y valijas, siempre de cuero grueso y grabado, bolsillos especiales para lápices y lapiceros. Y cargarlos, a la espalda, o en bandolera, era como si se portara un tesoro de piratas o de cuento de hadas. El lapicero daba a los pelados cierto carácter. Era una suerte de certificación de saber escribir con letra pegada y otorgaba cierta seguridad en el pulso y la mente. El proletario lápiz pasaba entonces a un segundo plano y casi nunca se le volvía a ver en las faenas escolares “superiores”.
Este artefacto de escritura, muy popular en el mundo, ha tenido diversas asignaciones. Por estas breñas, siempre los denominamos como lapicero, aunque no faltaban quiénes les transmitían más caché al nombrarlos como bolígrafo, esferográfico, o incluso, en género femenino, como lapicera. La pluma tenía más refinamiento y era para usos reservados, elegantes. Había diversas marcas de lapiceros. Y eran de fácil consecución en tiendas de barrio como en almacenes de abarrotes, cacharrerías y baratillos. Desde luego, las papelerías eran un lugar común para su compra.
Por estas geografías de Antioquia, nadie las llamó birome, como sí era usual al sur del continente. A diferencia de las plumas estilográficas, inventadas a principios del siglo XIX, la birome o lapicera, es una creación del XX, a cargo del polifacético periodista húngaro Ladislao Biro (escultor, pintor, hipnotizador), quien, junto con su hermano George, perfeccionó una tinta muy indicada para la escritura a mano, sin que se regara o dejara de fluir.
Al estallar la Segunda Guerra, los dos hermanos, de origen judío, se marcharon a Argentina, donde se nacionalizaron. Igual viajó con ellos su socio industrial Juan Meyne. Y en ese país, tras diversos experimentos y búsquedas, patentaron en 1943 el lapicero, con el nombre comercial de Birome, que se comenzó a vender en librerías de Buenos Aires como “lapicitos a tinta” de juguete. Después, los húngaro-argentinos vendieron sus derechos a la Faber estadounidense y la BIC de Francia.
El lapicero, con su barrita de punta esférica, con su resorte que permitía que el tubo de tinta bajara y subiera, según un mecanismo manual en la que el pulgar era clave, se ganó las simpatías de la muchachada escolar en todo el mundo. Sus modelos reutilizables fueron cambiando hasta llegar al desechable, como parte de una cultura mundial en la que se estila aquello de “use y bote”.
Un juego de niñas, en los cincuentas y sesentas, tenía al lapicero como una parte de una retahíla callejera: “¿Tienes lápiz, lapicero?, ¿tienes tinta en el tintero? ¿tienes novio que te quiera?”. Y mientras canturreaban, movían los dedos, los entrechocaban con los de la otra chica. Luego una de ellas tenía que decir el nombre de su apuesto galán, del príncipe de sus sueños. Después, la otra le decía: “Si (aquí iba el nombre del casanova de barrio) sí te quiere este dedo sonará” y lo tironeaba para que traquearan los nudillos.
El lapicero se tornó un instrumento clave no solo en el ámbito de los estudiantes y profesores, de los que requerían tomar notas y echar firmas, sino en el tendero de antes, que hacía cuentas en papel de envolver y anotaba los precios en las libreticas de fiado de la clientela. Los cuadernos de contabilidad, los de carnicería, los del cacharrero, todos requerían el uso del popular bolígrafo.
Y no es que hoy haya desertado o se haya asilado en los cuartos del olvido. Pero escribir a mano es cada vez una labor menos común y, si se quiere, puede estar catalogada como una excentricidad o una suerte de labor arqueológica. Los ordenadores, tabletas, celulares y otros artefactos, han quitado protagonismo a la lapicera (y ni hablar del lápiz), que, sin embargo, se resiste a desaparecer.
Los diarios personales, bitácoras, libretas de notas íntimas, tal vez se sigan haciendo con lapiceros. El encanto de la tinta, de la caligrafía, de tener cada uno una manera exclusiva de escritura (como una huella digital) lo sigue otorgando este instrumento que, en otros tiempos, era una prolongación de la mano y de la imaginación.
Pintores hay que llenan sus agendas de trabajo con dibujos al bolígrafo, como lo hizo, por ejemplo, Andy Warhol en algún momento de su ejercicio creativo. Lo mismo sucede con decenas de reporteros, arquitectos, ingenieros, sastres, carpinteros, en fin, que no han decretado el exilio de una herramienta fundamental de la civilización.
El lapicero ha sido un compañero de bolsillo, un elemento imprescindible en el aprendizaje, una presencia de infancia. Un espíritu escolar. Era parte de la alegría de estudiar, de trazar mapas imaginarios y llenar cuadernos de números y palabras, de tareas del saber.
Y sigue ahí, en medio de las nuevas invenciones, en camisas y carteras, en mochilas y hasta en la oreja de algún tendero. No se ha ido. Los hermanos Biro y el señor Meyne pueden dormir en paz. Ah, y por lo demás sigue viva aquella lejana emoción que era poder estrenar, al fin de cuentas, un cuaderno con palabras de lapicero.