El imperio de la libertad que censura, invade y castiga

Estados Unidos se presenta ante el mundo como el guardián incansable de la democracia y la libertad, un faro que ilumina el camino hacia la gobernanza justa y el orden liberal. Sin embargo, un análisis detenido de su política exterior y de su dinámica interna revela una realidad más compleja y perturbadora: un modelo de poder que, bajo el manto de la virtud, combina vigilancia masiva, censura encubierta y una dominación geopolítica sin precedentes. Es una democracia que, en la práctica, actúa como una dictadura global, legitimada no por la fuerza bruta de un tirano declarado, sino por el consenso fabricado de un relato hegemónico.

Para comprender esta paradoja, es indispensable despojarse de las definiciones simplistas y acudir a los grandes analistas del poder. El filósofo Michel Foucault nos enseñó que el poder no es algo que se posee, sino algo que se ejerce. Circula como una red a través de todas las relaciones sociales, y su mayor eficacia reside en su capacidad para producir realidad. Como afirmó en Vigilar y castigar (1975), “el poder produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad”. Estados Unidos ha elevado esta premisa a la escala global: no sólo impone su voluntad, sino que define qué es la “libertad”, quién es un “terrorista”, qué constituye una “democracia” y qué es una “dictadura”. A través de sus medios, sus instituciones financieras y su poder diplomático, fabrica un universo de verdad donde su hegemonía no aparece como dominación, sino como el orden natural de las cosas.

Esta construcción se apoya en una versión distorsionada de su propia democracia. Ya en el siglo XIX, Alexis de Tocqueville advertía en La democracia en América sobre un riesgo inherente a este sistema: la “tiranía de la mayoría”. No temía tanto el exceso de libertad como “el poder absoluto que la mayoría podría ejercer”. Hoy, esa tiranía no es sólo política, sino mediática y cultural. La opinión pública, moldeada por conglomerados mediáticos y algoritmos, se vuelve coercitiva, silenciando el disenso y castigando a quienes se atreven a cuestionar el relato nacional. La diversidad de pensamiento es celebrada en la teoría, pero en la práctica, se espera una adhesión casi religiosa a los dogmas del “sueño americano” y su política exterior.

Cuando este modelo se ve desafiado, recurre a la lógica que Hannah Arendt identificó en las dictaduras modernas: la manipulación del miedo y la instrumentalización de la seguridad. En Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt describió cómo el poder totalitario “destruye la espontaneidad humana al transformar a los ciudadanos en meros ejecutores de una ideología”. La “guerra contra el terrorismo” declarada tras el 11S funcionó como esa ideología omniabarcante. Bajo la excusa de una amenaza imprecisa y permanente, se justificó la erosión de libertades civiles, la normalización de la tortura y el lanzamiento de guerras preventivas, convirtiendo a ciudadanos y a naciones enteras en potenciales enemigos de un Estado que se erigía como único protector.

La manifestación más cruda de esta dicotomía se observa en su política exterior. La doctrina de la “seguridad nacional” ha servido como justificación para una serie de acciones que, si fueran realizadas por cualquier otra nación, serían condenadas unánimemente como crímenes de agresión. La invasión de Irak en 2003, basada en evidencias falsas, o la prolongada ocupación de Afganistán, no son vistas en el discurso oficial como actos de dominación, sino como misiones para “exportar la democracia”. Mientras tanto, las sanciones económicas que asfixian a pueblos enteros, como en Cuba o Venezuela, son presentadas como herramientas “no violentas” para presionar a regímenes “no democráticos”. Esta es la biopolítica foucaultiana en su máxima expresión: el poder imperial decide sobre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria de poblaciones enteras, todo en nombre de un bien superior que solo él define.

Paralelamente, el control se ejerce hacia adentro con una sutileza inquietante. Las revelaciones de Edward Snowden sobre la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) expusieron la existencia de un panóptico digital a escala global. La vigilancia masiva de comunicaciones, amparada en el Patriot Act, no busca sólo prevenir crímenes, sino normalizar el autocontrol. El ciudadano, sabiéndose potencialmente observado, modifica su comportamiento, se autocensura. Ya no es necesario un policía en cada esquina; el miedo a ser vigilado por una entidad invisible pero omnipresente se encarga de disciplinar a la sociedad. Esta censura no es la de un libro prohibido, sino la del pensamiento que nunca llega a formularse por temor a las consecuencias.

Finalmente, el mito de la libertad se sostiene sobre una estructura económica que promete el éxito a cambio de una entrega total. El filósofo Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio (2010), describe esta nueva forma de dominación: “La libertad neoliberal es un espejismo: el sujeto se explota a sí mismo creyendo que se realiza”. El capitalismo estadounidense se ha convertido en una especie de religión secular, donde la libertad se reduce a la libertad de consumo y de competencia. El individuo es empujado a ser un “emprendedor de sí mismo”, a optimizar cada minuto de su vida, a rendir y a competir sin descanso. Esta servidumbre voluntaria, disfrazada de autorrealización, es la dictadura más perfecta: aquella en la que el esclavo cree que es libre.

A pesar de este panorama, el monolito no es perfecto. Las propias grietas del sistema estadounidense revelan la profunda disonancia entre su discurso y su realidad. Movimientos como Black Lives Matter, las protestas en defensa de los derechos de los migrantes o el surgimiento de periodistas y medios independientes que desafían la narrativa oficial, son testigos de que el espíritu crítico no ha sido del todo aplastado. Estas voces disidentes exponen la hipocresía de una nación que predica la igualdad mientras sufre de profundas brechas raciales y sociales, y que defiende la libertad de prensa mientras persigue y desacredita a quienes la ejercen de forma inconveniente.

En última instancia, la paradoja estadounidense nos obliga a una reflexión filosófica sobre la naturaleza del poder en el siglo XXI. En nombre de la libertad, Estados Unidos controla. En nombre de la democracia, impone su modelo. En nombre de la paz, invade y castiga. Lo que alguna vez fue la inspiración de las repúblicas modernas hoy revela su rostro más antiguo y eficiente: el de una dictadura que no necesita de un único dictador, sino que se legitima a través del consenso global, el marketing político y la explotación de nuestros propios miedos y deseos. La pregunta que queda abierta, para nosotros en Colombia y para el resto del mundo, es si seguiremos siendo espectadores de este teatro o si finalmente lograremos desnudar la dictadura que se esconde, con un éxito perturbador, tras la máscara de la democracia.

Fuentes:

  1. Arendt, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial.
  2. Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
  3. Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder Editorial.
  4. Tocqueville, A. de. (1835). La democracia en América. Editorial Gredos.

Leonardo Sierra

Soy bogotano, me gusta leer, amante del arte, la literatura, y la música. creo en el cambio, así que propongo cambios para esta sociedad colombiana en la que vivo, creo en la paz, la reconciliación y el perdón. respeto y defiendo toda clase de libertad y expresión.

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