La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.
Cuando era pequeño me gustaba mucho leer las Fábulas de Esopo. Pasaba horas y horas devorando esos relatos cortos, aunque nunca me detuve demasiado a desentrañar su significado.
Lo que nunca pensé fue que, de algún modo, una de esas historias terminaría materializándose en mi vida.
La fábula se llama “El asno que cargaba una imagen”. La trama es muy sencilla: un animal de carga tiene que llevar la imagen de un dios griego por las calles de la ciudad, camino de un templo. Mientras avanza, las personas que lo ven pasar se van postrando (lógicamente, delante de la imagen). El asno, pensando que lo están adorando a él, se va hinchando de orgullo y se reniega a seguir caminando.
Yo llevo viviendo la misma situación durante años: en un momento determinado del recorrido que hago, el vehículo que conduzco comienza a estar rodeado de personas. Al llegar al estadio (obviamente, cuando jugamos en casa), lo que nos circunda es una tremenda multitud. Vítores, aplausos, canciones. Un éxtasis que parece casi adoración.
Si jugamos fuera de casa sucede lo mismo, pero con proporciones distintas. El mismo fervor, pero menos personas presentes. Y obviamente, esa fiebre es acompañada también de los muchos insultos de los hinchas rivales. No en vano somos un equipo grande.
Esta situación siempre me llena de orgullo. Pero gracias a la historia del asno, soy perfectamente consciente de que ese clamor popular no tiene nada que ver conmigo. Ninguno de los presentes se interesa por el conductor del bus que lleva a los jugadores al estadio.
No es que me moleste esa situación, ni mucho menos. Existen incontables colegas que viven circunstancias mucho más ingratas: horas y horas conduciendo por carreteras oscuras y peligrosas. A mí me toca transportar personas que hacen felices a muchas otras personas. Eso ya es bastante para darle un sentido a lo que hago.
Además, como llevo quince años conduciendo el bus del mismo equipo, he tenido tiempo de conocer de primera mano a los dioses. Porque ese es el otro motivo por el cual pienso que la fábula de Esopo se cumple en mi vida: algunos de esos futbolistas que transporto se comportan como si fueran dioses. Casi no caminan, levitan. Se olvidan de que son de carne y hueso.
No voy a decir que todos sean así, ni mucho menos. Casi todos los futbolistas que conozco vienen de raíces humildes, igual que yo. Algunos, a pesar de la fama, saben conservarlas y comportarse con humanidad. De algunos me he hecho bastante amigo, de otros no tanto. Hay unos pocos, poquísimos, que nunca me saludan.
En fin, como en la vida misma: algunos prefieren tener de frente otro rostro, otros prefieren tener delante un espejo.
¿Qué cosas han cambiado en estos años? Bueno, antes me pedían que pusiera la música en la radio. Ahora cada uno oye las canciones en su celular. Menos mal. Así ya no me toca escuchar ese asqueroso Reggaetón que a ellos les encanta (risas).
Ya fuera de bromas, no sabría decir exactamente qué cosas han cambiado con el paso del tiempo. Pero si me apura, le diría que los futbolistas de hoy son un poco más inmaduros que los de antes. O por lo menos parecen menos predispuestos a tomarse las cosas en serio. Quizás por eso cuando llevan dos partidos sin jugar ya quieren cambiar de equipo. Quizás por eso cuando meten dos goles ya piensan que pueden irse a jugar a Europa.
(Hubo uno que cuando empezó a destacar nunca me saludaba. Se fue a jugar a Europa y fue un fracaso rotundo. Lo tuvimos que volver a fichar nosotros para reavivar su carrera. En esa segunda etapa ya empezó a saludarme. Por lo menos la vida algo te enseña).
¿Cuáles son los momentos más memorables que me han tocado? Así de primeras diría que los cinco títulos que he vivido. Pero la verdad, lo que guardo con más cariño es el recuerdo de una dolorosísima derrota: la primera final que me tocó como conductor, justo hace quince años. Los jugadores estaban destrozados, porque era un partido casi ganado. Cuando estábamos volviendo al lugar de concentración, en medio de un ambiente lúgubre y de caras largas, el capitán se levantó y en pleno pasillo del autobús lanzó un speech motivacional digno de Mel Gibson. Habló de unión, de levantarse juntos, de aprovechar la caída para ser más fuertes. Fue un momento emocionante. Inolvidable.
Porque lo que más disfruto es cuando mis pequeños dioses se olvidan de la adoración de la multitud y se vuelven a comportar como humanos. Cuando caen en la cuenta de que el objeto de culto hoy son ellos y mañana serán otros.
Al fin y al cabo, Dios es uno y lo demás son imágenes.