Querida señora,
Tal vez le resulte peculiar y hasta extraño recibir una carta de un tal Simón, así sin más, sin estampilla, dirección de remitente o señal alguna de quién sea yo. Créame, hasta a mí se me hace extraño estar escribiendo estas líneas, pero debo confesarme con alguien. Con usted.
Verá, usted no me conoce, nunca me ha visto, nunca ha hablado conmigo, cuando pasa por mi lado no le causo ninguna impresión. Soy invisible para usted, pero no crea que estoy ofendido, eso quiero ser para usted, un hombre invisible.
Debo advertirle, tampoco me llamo Simón, pero no puedo revelarle mi verdadera identidad, ya se enterará por qué.
¿Por qué le escribo a usted? Es fácil responder a esa pregunta que muy seguramente se está haciendo en estos momentos, necesito confesar un crimen. Soy un asesino.
Cuando lea todo lo que tengo que contarle no se moleste en buscar rastro alguno de este crimen, no sucedió en esta ciudad, ni siquiera en este país. No maté a alguien que conoció, no guarda ninguna relación con usted y de hecho, esto data de mucho atrás.
Antes de relatar cualquier cosa, deseo decirle que usted me obsesiona. Ruego que disculpe estas palabras, espero no me malinterprete. Usted me obsesiona porque como le he dicho, soy un hombre invisible para usted, en realidad me obsesiona poder contarle mi historia a usted.
¿No es increíble como un día uno tiene la vida arreglada? Es decir, tienes una esposa, un trabajo, un sueño, juventud… a lo que quiero llegar es que es excepcional cuando la vida está hecha y de repente, todo lo que construiste se derrumba. Es ahí cuando comprendemos lo frágiles que somos, lo delicado que es el ser humano en realidad. Es ahí cuando ataca la terrible Náusea y el alma sucumbe al terror de la soledad, el desamor, las lágrimas y peor aún, la adicción a esa tristeza que te carcome las entrañas. Así es, nos creemos la especie superior, pero en realidad somos un montón de primates que estamos solos en el mundo y que nos inventamos algo llamado ética, moral, dios, leyes y sociedad para establecer fronteras de lo que es bueno y malo, para sobrevivir medianamente como especie. Pero tras esas leyes, esa moral y toda esa basura, todos estamos condenados a la soledad porque somos seres auto-destructivos y corrosivos. Contaminamos todo lo que hay a nuestro alrededor.
Me casé cuando aún era muy joven, inmaduro para la vida si lo quiere usted ver así. No le puedo decir el nombre de ella, pero la podemos llamar Johanna, así como he decidido que usted me llame Simón.
Johanna fue la luz de mi vida, un ángel que me rescató de esa terrible soledad del mundo, fue mi amiga, confidente, mi alter ego. Nuestra vida eran días soleados y noches de hacer el amor bajo la luz de la luna o las estrellas. Era tal cual se muestra en las películas románticas, pero esa historia tuvo un punto de quiebre.
¿Me hago entender cuando digo que un día uno lo tiene todo y al otro, no tiene nada? Es decir, en realidad nunca tenemos nada, tan sólo la ilusión de que así es, y cuando nos quitan la ilusión, vemos de frente a la soledad y la mierda de mundo en el que vivimos.
No puedo decir exactamente qué pasó ¿Se nos acabó el amor? ¿Hubo alguien más? ¿Se acabó la confianza? ¿Nunca fuimos el uno para el otro? No sé.
Recuerdo la noche en que nos casamos. Johanna tenía la sonrisa más hermosa que haya visto jamás y sus ojos azules hacían juego con el cabello azabache que caía sobre sus hombros. Créame señora cuando le digo que no había mujer más hermosa en este mundo como mi Johanna, pero recordarla a ella, así, hermosa y reluciente, hería mis sentimientos, mi corazón, mi mente. No podía aceptar que ya no hubiera amor en sus palabras, en esa mirada. No podía aceptar que mi mundo perfecto fuera tan solo una ilusión.
Cuando la conocí, solíamos pasar noches enteras haciendo el amor y leyendo a Dostoyevsky y a Tolstoi a luz de las velas. Estábamos ridículamente enamorados y compartíamos nuestros sueños entre risas y desvelos interminables.
Su mirada aun me atormenta en las noches, en sueños, cuando vago distraído por las calles… esa mirada me trae un dolor intenso con el que he aprendido a convivir.
La noche en que me dijo que ya no me amaba, que no podía sentir más que desprecio por mi y que tan solo quería que saliera de su vida, comprendí la fragilidad en la que me había sumergido. Esa noche la asesiné.
Ella me preguntó cuál era el sentido de nuestra unión, era evidente que ya no podíamos amarnos, que ya no éramos más que una fantasía desecha. Que nos hacíamos daño constantemente. Esas palabras me hicieron comprender que prefería matarla a tenerla lejos de mí.
Con el tiempo he reflexionado sobre esto, es decir, ¿Por qué la maté? ¿Por qué no dejé que se fuera de mi vida si igual muerta no iba a estar conmigo? En el momento fue un impulso, el dolor, la rabia, el miedo, pero en realidad me ha tomado años averiguar por qué lo hice realmente. La palabra es negación. Simplemente me negaba a aceptar el mundo roto que me ofrecían aquellas palabras y asesinándola a ella, yo le negaba el mundo.
No justifico mis actos, no en vano está usted leyendo esta confesión, sino que trato de explicarle qué pasaba en mi corazón en esos momentos y qué reflexión he hecho de los mismos, para que tenga algún sentido este acto. No, no me justifico, soy un monstruo.
Me abalancé sobre ella y apresuré mis manos en su cuello. La empecé a asfixiar hasta que perdió las fuerzas, luego la levanté y con todas mis fuerzas la tiré contra las paredes hasta que perdió el conocimiento. Su rostro había quedado desfigurado y las manchas de sangre se esparcían por toda la habitación.
Luego fui a buscar un cuchillo. La metí en la bañera y me quedé con ella hasta que recobró el sentido ¿Qué pasaba por mi cabeza? No lo sé realmente, solo recuerdo la escena con tristeza, dolor y rabia… y ahora con pena y vergüenza.
Cuando abrió los ojos, vi su mirada azul. Vi miedo y temor. Me temía. Me veía como a una bestia, como muy seguramente usted me ve a mí. Ese temor me juzgaba y me sentía como el monstruo que he clamado ser, pero en ese momento no soporté esa mirada, entonces decidí quitársela.
Mis manos se clavaron en sus cuencas hasta que saqué sus ojos. Ella no paraba de gritar y llorar. La vi retorcerse en su dolor ante el acto de salvaje violencia que yo había proferido. Luego, cuando el llanto se fue apagando, le clavé el cuchillo en la garganta hasta que murió.
Siento un vacío que no se puede llenar, es una terrible angustia con cada forzoso respiro. Su vida y la mía se fueron por el caño esa terrible noche. No se imagina cuanto he llorado lamentando mis terribles acciones, enclaustrado y abstraído por la aflicción por la desesperación. Me he convertido en un anacoreta maldito y condenado.
Lamento tener que contarle esta atrocidad, pero no tengo más interlocutor que usted, señora. Usted es mi chivo expiatorio, aunque no vaya a expiar mis crímenes ni mi consciencia.
Deshacerme del cuerpo no fue fácil. Me tomó dos noches poder sacar los restos de Johanna por partes y enterrarlos o quemarlos. Después de haberla asesinado y descuartizado, supe enseguida que tenía que huir, vagar por la vida como un hombre invisible entre la multitud. Invisible de mí mismo para poder sobrellevar esta miserable, triste e inmerecida existencia.
¿Lo entiende señora? Qué más terrible desilusión que la que tuvo Johanna, ella sí sintió el dolor, el miedo y la destrucción de su mundo. Ella está en la nada, esa es la soledad absoluta.
¿Entiende cuando digo que todo lo que está a nuestro alrededor lo contaminamos? Lo envenenamos, lo matamos.
Vaya que es delicada la existencia humana… basta un adiós para destruir una vida. Basta con ver cómo nuestros sueños se quiebran para entender que somos una ilusión de nosotros mismos, ¿A fin de cuentas, qué somos? ¿La especia más avanzada? No, somos la especie que para sobrevivir mata, asesina, tortura y corroe al mundo, todo con tal de mantener una ilusión de felicidad o de bienestar o de lo que sea, y cuando el sueño se rompe ¿Qué somos? ¿Cómo nos definimos? ¿Soy Simón o un asesino? ¿Soy definición del tiempo, del antes, durante y del ahora?
La soledad, señora, es eso. Pregúntese quién es y entenderá que está sola y que no hay nada más que el impulso biológico de existir.
Lamento profundamente haberla usado para confesar mis crímenes pero como le dije en un comienzo, me obsesionaba poder contarle mi historia.
Al final de esta misiva, creo acertar cuando digo que usted desearía que yo arda en los infiernos, y en efecto, si de verdad existieran, ahí debería estar, pagando todas mis culpas, pero no, no me encuentro en el purgatorio, sino aquí afuera, vagando… pero no se preocupe, muy seguramente ya perdí el alma o la humanidad que quedaba en mí.
Cuando le arrebaté los ojos a Johanna entendí que me volví el hombre invisible, por eso me encuentro en las calles caminando sin causarle una impresión a nadie, sin que usted ni nadie reparen en mi existencia ni en mi culpa. En verdad, ni siquiera tolero sentirme vivo.
Estoy en las calles mirando a Johanna en cada rincón… sin proyectos, sin anhelos. Voy vivo sin vida. Solo.
A los ojos del mundo, a sus ojos y a los de Dios, soy tan solo un hombre invisible.
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