El 17 de junio, el día que Iván Duque ganó las elecciones, la gran incógnita para los analistas políticos era saber si el presidente electo iba a ser capaz de controlar los sectores más radicales y anacrónicos de su partido. ¿Estábamos frente al surgimiento de una tendencia menos retrógrada –el duquismo– en el Centro Democrático (CD) o se trataba simplemente de una diferencia de forma entre Duque y sus copartidarios? Durante la campaña presidencial, los analistas sobreestimaron la personalidad de Duque y subestimaron el proyecto político uribista. La sagacidad de Uribe fue la de haber escogido a Duque y, con esto, haber tranquilizado a buena parte del establecimiento y a algunos que se identificaban como moderados; sin embargo, si bien esto fue suficiente para llevar a Duque a la presidencia, no ha sido suficiente para impedir la actual crisis de gobernabilidad, como lo demuestran las más recientes encuestas y los resultados de la legislatura pasada.
Después de cinco meses de gobierno, considero necesario cuestionar los dos principales discursos que han venido influenciando la opinión pública: el que afirma que Duque es un “títere” y el que lo idealiza. El primero proviene de un sector de la izquierda y el segundo, de algunos medios tradicionales como la revista Semana. Ambos discursos trivializan el debate político. Afirmar que Duque es un títere es suponer que este no es responsable de sus actos, lo cual no es cierto; cuando Duque decidió apoyar a Uribe, sabía que apoyaría un proyecto político de extrema derecha y que, dadas su inexperiencia política y la naturaleza autocrática del CD, las probabilidades de cambiar el rumbo de ese partido eran mínimas. El otro discurso, el que lo idealiza realzando algunos aspectos de su personalidad –su trato afable e inocencia angelical– y omitiendo las cuestiones de fondo, como el proyecto político que el Presidente está implementando, es un intento por normalizar la extrema derecha en Colombia.
Tampoco parece ser cierto aquello de que el partido de gobierno sea una piedra en el zapato para el Presidente: no lo hemos visto enfrentarse a sus copartidarios ni rectificar públicamente y tajantemente a los miembros de su gabinete, en muchos temas ha preferido mantener un silencio cómplice. Es decir, no parece estar resistiendo contra viento y marea los duros embates de su partido. En cambio, hemos visto a un Presidente orgulloso del proyecto político que lo llevó al poder.
O, entonces, ¿cómo explicar que Venezuela se haya vuelto una obsesión de su gobierno, como si hubiéramos vuelto a la campaña presidencial? ¿O que haya acomodado la historia del país para complacer al secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, en su visita a Colombia? ¿Que en materia de lucha contra el narcotráfico hayamos vuelto a la década pasada? ¿Qué, hasta ahora, no haya tomado ninguna medida contundente para frenar el asesinato de líderes sociales? ¿Que su propuesta económica favorezca a las empresas en detrimento de la clase media? ¿Que siga nombrando a personas no aptas para asumir cargos públicos, en contravía de los reclamos de la ciudadanía? ¿Que los proyectos de la consulta anticorrupción no hayan avanzado en el Congreso? ¿Que siga respaldando irrestrictamente al fiscal Martínez Neira?
En lo personal, creo problemático transmitir una imagen idealizada del presidente Duque cuando su agenda política es extremadamente regresiva, una agenda que, a todas luces, no favorece al conjunto de la población colombiana, sino a la derecha dura que lo llevó a al poder. La baja popularidad de Duque no se debe a su estilo de gobierno, sino a su programa político; en ese sentido: ¿cómo pretende el presidente Duque pasar la página, crear consensos o construir unidad si está gobernando para una minoría? ¿Dónde quedó ese “talante conciliador” que los medios tanto elogiaban?