Ante el avance del trabajo en la “Convención Constitucional” (Chile), muchos se preguntan si sus miembros entendieron la tarea que se les había encomendado. Entre los cuestionamientos destacan la desconfianza por el modus operandi de grupos que intentan consagrar sus mezquinos intereses a nivel constituyente y la total ignorancia que caracteriza los debates en áreas que van desde el medio ambiente hasta el sistema jurídico. Todo eso es cierto, pero me parece que hasta ahora nos hemos quedado en la superficie de lo que realmente está sucediendo. El único modo de desenredar la madeja enmarañada de discusiones estultas y dogmáticas es volver a plantearse interrogantes que nos lleven al fondo del asunto. En esta columna basta con uno solo: la Convención ¿está redactando una nueva Carta Magna o implementando un programa de gobierno?
Por lo que hemos podido apreciar hasta el momento, lo que los constituyentes buscan es fijar un programa de gobierno a nivel constitucional. Muchos no se han dado cuenta, pero lo que sucede es de extrema gravedad. Y es que las últimas elecciones fueron las más polarizadas desde el retorno de la democracia, lo que significa que los programas propuestos dividen radicalmente al país en sectores que se repelen. Este tipo de situaciones pueden suceder, como lo hemos visto en las elecciones de los EEUU y Brasil, por mencionar algunas. La diferencia, cuando hablamos de un programa de gobierno, es que los perdedores están dispuestos a aceptar la decisión de la mayoría en vistas a que sus efectos son limitados y su horizonte de implementación es el corto plazo. En el caso del proceso constituyente la situación es muy distinta.
Un programa de gobierno que se transforma en Constitución nos conduce a la tiranía, porque impone el ideario de un sector de modo atemporal y absoluto. No importa si dicho sector es mayoritario, lo que no sucede en este caso, dado que el apoyo real de Boric son sus resultados en primera vuelta: 25,83%. Los que se sumaron en el balotaje lo hicieron muy a su pesar, pues la alternativa generaba altos niveles de rechazo en el votante de centroizquierda. En suma, a los chilenos se nos está imponiendo a nivel constitucional un programa político que no concita más del 26% del apoyo ciudadano. La prueba empírica de lo que estoy diciendo la encuentra en las encuestas cuyos resultados muestran el término de la luna de miel de un gobierno y los ciudadanos en menos de 60 días.
Si usted duda de la sintonía entre el programa de Boric y la propuesta constitucional lo invito a revisar el sitio web oficial del personaje en mención (Clic AQUÍ). Ahí encontrará el proyecto de desmantelamiento de la unidad territorial de Chile negro sobre blanco:
“Un elemento trascendente de nuestro Plan de Gobierno es el reconocimiento de la plurinacionalidad […] Es importante reconocer la autodeterminación como un derecho, incluyendo en las economías locales su derecho a definir libremente sus propias prioridades y formas de desarrollo, de manera de respetar su cosmovisión en materia de desarrollo económico. Nos proponemos como Estado conducir acciones tendientes a reconocer y propiciar los derechos que emanan de la plurinacionalidad, como la creación y fortalecimiento de instituciones públicas, reconociendo además el derecho que tienen, dentro del marco constitucional, a elegir sus autoridades […]”
En otras palabras, la Convención es el brazo de un sector político que está lejos de congregar a las mayorías y no tiene ningún derecho a imponer un cambio de régimen y sistema político que atente en contra de sus derechos fundamentales. ¿Por qué digo que no tiene el derecho? Porque nadie fue a votar APRUEBO con la idea de que “la casa de todos” sería diseñada con la hoz y el martillo en su versión neofascista del siglo XXI. Sí, neofascista, pues el modo en que han actuado los grupos al interior de la Convención no es –como lo señalan inocentemente desde los cuatro puntos cardinales, derecha, izquierda, centro y apolíticos– una representación de intereses corporativos.
Lo que caracteriza a la política de la identidad, sobre cuyos fundamentos se ha originado la resurrección de un marxismo trasnochado, es la lógica que Carl Schmitt describió en su libro El concepto de lo político. Según el jurista nazi, hablamos de política únicamente cuando se configuran grupos amigo/enemigo dispuestos a aniquilarse mutuamente. El fundamento de la enemistad es existencial, es decir, el solo hecho de que el otro exista es motivo para experimentar la aversión que lleva a la guerra. Ello es posible cuando los colectivos entienden que su propia sobrevivencia se encuentra en peligro si su enemigo potencial existe. Lo que los intelectuales de izquierda descubrieron es que la identidad es el terreno fértil para provocar este tipo de enemistad. Esa es la clave hermenéutica que explica la forma de trabajo de una gran mayoría de los miembros de la Convención cuyo objetivo principal no estriba en conseguir privilegios para su colectivo, sino en cancelar las condiciones institucionales que permiten la proliferación natural de los diversos tipos de vida que teóricamente los amenazan. De ahí que crean estar representando a grupos que deben privilegiar institucionalmente: los pueblos originarios frente a los chilenos, las mujeres respecto de los varones y los salvadores del planeta en oposición a sus destructores que buscan desplegar su voluntad de poder a través de la coerción estatal para minimizar las posibilidades de que “los hombres malos”, “los capitalistas explotadores”, “los colonizadores” y un largo etcétera, cuenten con las condiciones para seguir existiendo según su tipo de vida.
Resumidamente, si lo que se nos prometió fue “la casa de todos” y, en su lugar, los convencionales han decidido elevar a nivel constitucional un programa de gobierno, no queda más que concluir que estamos ante el fraude político más importante en la historia de Chile.
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.
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