El falso ayudante de Bartleby

“En el relato de Herman Melville, la conducta de quien debiera ser el ayudante del abogado, se invierte.

En la literatura los ayudantes no responden a su condición, tienden a ser inoportunos. Así lo plantea Giorgio Agamben en su ensayo “Los ayudantes” cuando toma como ejemplo paradigmático a los acompañantes del agrimensor en El Castillo de Franz Kafka. Estos personajes kafkianos son explícitamente molestos e incluso tontos, como son descritos en la obra por el personaje principal. Sin embargo, en el relato de Herman Melville, la conducta de quien debiera ser el ayudante del abogado, se invierte. Es el abogado quien se convierte en una especie de Sancho Panza que observa a su Quijote famélico y sigue sus andanzas. Bartleby, no molesta, no es tonto y tampoco ayuda. Pero es contratado como ayudante, un copista en una oficina de abogados que no tarda mucho en decidir “preferiría no hacerlo”.

Por otro lado, una vocación religiosa, probablemente cristiana, caracteriza al abogado y jefe de Bartleby:

Recordando sencillamente el divino precepto: “Un nuevo mandamiento os doy: Amaos los unos a los otros”. Sí, esto fue lo que me salvó. (…) En todo caso, en esta ocasión, me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta.

La interpretación (que generalmente ha tenido sus bases en la religión) lo lleva a invertir la relación y convertirse en el posible ayudante de Bartleby. Elige entonces luchar contra la decisión de este último, descargando sus deberes para ¿convencerlo a él o convencerse a sí mismo? Esta confusión lo transforma en un falso ayudante. Intenta hacerle la vida más fácil a Bartleby para justificar su buena conducta como jefe.

Es la confrontación de dos poderes, la que él tiene como autoridad en la oficina y la de Bartleby desde su autonomía individual: porque decide y prefiere. Su autonomía es inquebrantable, sólida y fija por una narrativa escasa: “Preferiría no hacerlo”. La dinámica exegética del abogado, diluye la preferencia de Bartleby en elucubraciones compasivas que desembocan en la culpa cristiana. El abogado lo complace, no importa cuánto deba reprimirse. La abnegación por ofrecer su buen comportamiento hace que el de Bartleby parezca una tiranía. Sin lugar a las opciones.

Bartleby es el ayudante “real” o de oficio, aunque deja de serlo en una obstinada emancipación. Con ella, fastidia tanto a su jefe como a sus compañeros de trabajo. Una extraña manifestación de libertad, como suele presentarse siempre la libertad: desconocida, incomprensible, amenazante. Bartleby, el copista que presta sus servicios, es un ayudante singularmente libre. En palabras de Agamben sobre los ayudantes:

[Hay] algo en ellos, un gesto inconcluso, una gracia imprevista, una cierta matemática jactanciosa en los juicios y en el gusto, una soltura aérea de los miembros y de las palabras testimonia acerca de su pertenencia a un mundo complementario, alude a una ciudadanía perdida o a un otro lado inviolable. En este sentido, nos han dado una ayuda, aun si no alcanzamos a definir de qué clase. Quizá consista precisamente en el hecho de ser imposibles de ayudar, en su obstinado «por nosotros no hay nada qué hacer»; pero, precisamente por esto sabemos, al final, que los hemos traicionado de algún modo.

El abogado con su ímpetu moral y religioso no acepta ese “por nosotros no hay nada qué hacer”. Pues, aunque muchas veces se lo cuestione, hasta donde lleguen sus fuerzas, no se permitirá traicionar a su copista. Pero Bartleby le reafirma su posición de falso ayudante, pues le demuestra que cualquier intento de dejarse ayudar es infructuoso. Y con ello deja en evidencia que la esperanza de sus preceptos religiosos es tan inútil como él. En este sentido, recordemos a Kafka cuando dice: “La esperanza existe, pero no es para nosotros”. El abogado, no solo ya no es el jefe, tampoco puede cumplir su objetivo de ayudante con los planes de salvación que continuamente imagina para su obstinado amanuense.

El abogado asume su condición de falso ayudante de Bartleby, y en su propia carrera cristiana, se desentiende de él, cual Pedro sobre Jesús antes del amanecer. Lo que parece generarle una culpa que detona en un primer encuentro con Bartleby después del abandono: “Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-.”


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Xenia Guerra

Licenciada y magíster en Letras por la Universidad de Los Andes en Venezuela. Profesora universitaria de la misma casa de estudios. Investigadora en el ámbito literario con enfoque en filosofía política y el arte.

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