La polémica acerca de quiénes fueron los primeros que habitaron la región del Levante, si los palestinos o los israelíes, no solo trajo una grieta ideológica, siendo banderas frecuentemente levantadas por las llamadas izquierdas contra las derechas y viceversa en una proyección de la pasada Guerra Fría, sino que, además, ha traído innumerables enfrentamientos y derramamientos de sangre.
No obstante, un repaso sucinto por la historia de este bendito y trágico territorio nos ayudará a pensar sucesos que tiñen de dolor a nuestra época; además de discutir sí realmente tiene sentido hablar de un “Estado palestino” o sí habría que proponer, en cambio, una solución pacífica e integradora, en otros términos: un solo Estado de Israel donde todos sus habitantes vivan en armonía y respeto democrático.
Una cosa es cierta, desde tiempos inmemoriales los judíos han sentido nostalgia por la tierra de Israel. Dice la profeta Isaías: “Y Él (Dios) reunirá a los dispersos de Israel (…) de los cuatro extremos de la tierra”; “… y os llevaré a la tierra de Israel” (11: 12).
Este texto tiene aroma a diáspora. A melancolía. Habla de una zona extraviada. De un suelo que es símbolo de la aprobación de Dios. Una extensión sagrada. Un lugar diferente al resto del mundo. Un sitio de bendición. Un obsequio que hay que recuperar. Lejos de ser algo “baldío”, como alguna vez describiera el poeta Thomas S. Eliot a la realidad de nuestros tiempos, esta refiere a un tipo de huerto similar al Edén. Fértil. Lleno de vida. A una meta escatológica. Que mana “leche y mil” en medio de un duro desierto.
Eso es la Tierra de la Promesa. O, al menos, lo era. El sentimiento por aquel paisaje ya puede observarse en la mentalidad de los antiguos egipcios. “La historia de Sinuhé”, un texto datado en el II milenio a. C. que actualmente forma parte de la colección de los papiros de Berlín (1499 B), y que fue muy bien retratada en la novela homónima del escritor finlandés Mika Waltari de principios del siglo XX, muestra en sus giros literarios lo bella que era Canaán para la mirada de un norafricano.
Para el hombre arcaico su espacio era singular, divino, era una proyección de lo celeste grabado en lo terrestre. Empero, en el mundo de hoy este sentimiento espiritual se ha perdido, la secularización indudablemente ha hecho estragos en la mirada simbólica. Pero hay una excepción: Medio Oriente. Aquí la santidad del suelo está aun curiosamente presente, sea realidad, fanatismo religioso o excusa política; pues esa radicación numinosa fue y es fuente real de conflicto. Y cuando los Dioses ingresan al terreno de la disputa política se transforman en demonios. Esto nos interpela a reflexionar sí el mentado pensamiento mágico no es aún peor que el tan criticado pensamiento moderno.
Desde que los judíos perdieron su entorno nacional no encontraron ningún desarraigo. Es decir, nunca dejaron completamente su patria. No la olvidaron. Según sus creencias, su suelo fue un regalo de Dios y no debían de abandonarlo. Por ello, constantemente grupos de comunidades judías habitaron allí. Solían recitar: “Si te olvidara, Jerusalén, que se paralice mi diestra”. De hecho, aquellos que están lejos rezan tres veces por día con dirección la cuidad de David. Además, en cada casa que se construía dejaban una pared sin pintar como recuerdo del Templo destruido.
Ese suelo estuvo habitado por los hebreos de manera constante desde el 1200 a. C. en delante. Esto muestra que nunca hubo una ocupación de los judíos en suelo palestino. Ya que concretamente no hay ni hubo nada como una Nación llamada “Palestina”. Es un error convertir los mitos en nacionalismos. Afirmar lo contrario es no comprender la lógica de su theofanía. Algo de esto estuvimos viendo en notas anteriores. Según la narrativa de los libros de Samuel y de Reyes, el primer monarca de Israel fue Saúl, de la tribu de Benjamín, pero que fue reemplazado por David hijo de Jesé, en realidad el primer rey legítimo de la tribu de Judá.
David, una vez ungido (elegido; “Mesías”), tomó el control de una ciudadela emplazada sobre el Monte Sion (antigua Jebus). Ahí erige su capital Jerusalén. ¿Desde cuándo hay evidencia de la existencia de esta ciudad? Una prueba arqueológica la encontramos en las inscripciones de Saqarah en “los textos de execración” (siglo XX a. C.). Según las leyendas del Génesis (14: 18) la primera mención a esta ciudad santa fue cuando Abraham, luego de vencer a unos reinos transjordanos, le paga un tributo al rey de Salen, Melquisedec. Nada más se dice de este monarca. Luego será usado por la teología neotestamentaria al conectarlo con el papel de Cristo.
Lo paradójico es que el nombre Salen significa “paz”. Curiosamente este caserío que luego se llamó “paz doble” (Jerusalén) siempre fue un epicentro para la guerra. No olvidemos que está enclavada en el paso estratégico de Asía a África. Ruta codiciada por los grandes Imperios. El monte Sion estaba rodeado de valles y uno de ellos conectaba con un montículo contiguo más alto conocido como Moría, el mismo sitio que, según la tradición, Abraham intentó dar a su hijo Isaac (Ismael para el islamismo) en sacrificio.
Luego David sobre Sion construirá palacios sobre los cuales gobernará. Era el Reino de Dios, ya que David regiría por permiso de Yahvé. Una teocracia. Se establece entonces la Nación de Israel sobre límites geográficos bien demarcados. Esto fue para el siglo X a. C. Nada parecido a una Estado árabe llamado “Palestina” coexistía allí para esa época. A no ser los filisteos sobre lo que hoy es la Franja de Gaza, que no eran semitas, vale decir, no eran árabes, sino cretenses.
David libra muchas guerras con restos de asentamientos cananeos y, por supuesto, con los ejércitos filisteos. En la batalla mientras que los enemigos llevaban su ídolo de Dagón, los hebreos llevaban el Arca de la Alianza con la garantía de salir victoriosos. Esto demuestra que la concepción de “Guerra Santa” es claramente atribuida a una mentalidad semítica antigua.
David, al morir, deja el trono a Salomón, su hijo, de quien el mito narra que fue el más sabio de los hombres. Este cimenta una magnifica edificación, el Templo a Yahvé sobre el monte Moría, depósito del Arca de madera y oro. Toda la antigua religión de Israel estaba sostenida a través de los ritos en el Templo. A la muerte de Salomón ocurre una disputa por el derecho al trono. El cisma era inevitable. Como consecuencia surgen dos reyes y el reino se divide: Judá al sur con capital en Jerusalén e Isael al norte con capital en Samaria. La fractura era solo política, no religiosa. Las fiestas se seguían celebrando en la Casa de Yahvé.
Luego devino el fin. En el año 740 a. C. Sargón de Asiria destruye el reino norteño y se produce la primera diáspora. Tiempo después en 586 a. C. el rey de Babilonia Nabucodonosor asedia Jerusalén y la devasta junto con el Templo. La promesa de Dios quedó trunca. Muchos judaitas murieron y otros escaparon a Arabia, Asiria, Asia Menor y Egipto. Un grupo selecto fue llevado cautivo a Babilonia hasta que en 539 a. C. Ciro el persa y Darío el medo toman por asalto la ciudad acádica y permiten que ese resto retorne, pero ya a una tierra desolada, a las ruinas de un hábitat que su ausencia es un símbolo del castigo divino.
Desde entonces continuamente Israel estuvo bajo dominación extranjera: primero los medopersas, luego los griegos, después los romanos, quienes le dieron tardíamente el nombre de “Palestina” (filistea), para terminar como una provincia olvidada de los turcos otomanos.
Es interesante el dato que, el mismo Napoleón Bonaparte en su campaña a Siria en 1779 se refiriera a los judíos como “esa Nación única a quien la tiranía había despojado durante miles de años de sus tierras ancestrales” y los invitara “a congregarse bajo sus banderas para restaurar la antigua Jerusalén”. En el siglo XIX, con el impulso de las campañas napoleónicas, sumado a la teología liberal, al positivismo lógico y al avance de la arqueología, viajeros y aventureros se internaron en moradas bíblicas para desenterrar ciudades y tratar de probar ciertos o no los relatos de la Escrituras.
Para ese entonces era una vastedad mayormente vacía y desértica. Solo un grupo de judíos y de árabes nómades realizaban tareas agrícolas y comerciaban con las pequeñas ciudades. En la Palestina turca no había ninguna Nación árabe ni mucho menos ninguna pretensión de ser una entidad autónoma. Los testimonios de François-René de Chateaubiand, Alphonse De Lamartine y El conde De Volney, entre otros lo afirma.
Lo que muestra es que lo largo de la historia esta diferencia árabe-judío fue una construcción imaginaria. Jamás a los árabes les pasó por la cabeza en esa época algo como un Estado que se llamara Palestina. Siquiera durante la dominación musulmana (640- 1099) este país fue tratado como un pantano dentro de su enorme Califato que tuvo su asiento tanto en Damasco (los omeyas), como en Bagdad (los abasidas), y como en El Cairo (los fatimidas). Para ellos Palestina fue un corredor de paso de escasos habitantes. En absoluto desempeñó un papel importante dentro de la civilización árabe.
Al Maqdisi un cronista del siglo X nacido en Jerusalén observó que en su época los judíos y los cristianos eran mucho más numerosos en Tierra Santa que los mahometanos. Aun después de las cruzadas ese territorio fue sistemáticamente saqueado por los mongoles. Los musulmanes siempre quisieron permanecer bajo el Imperio otomano, incluso se puede observar durante la Primera Guerra Mundial. Recién cuando los turcos fueron derrotados potencias como Gran Bretaña y Francia decidieron repartirse ese botín y, como generalmente sucede, fue causa de discordia.
En suma: todo apunta a que la idea de un Estado Palestino como se piensa hoy no fue encarada hasta que se creó el Estado de Israel en 1948. Hasta Zahir Mushe quién fue jefe militar de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) llegó a reconocer que tal “Estado Palestino” fue una invención europea cuando dijo que “los árabes son un solo pueblo, solo por razones políticas se apoya una identidad palestina”.
En concordancia con lo dicho los escritores Claude Franck y Michel Herszlikowicz agregan que el “mito de los árabes palestinos” estaba latente, pero se forjó con mucha fuerza recién después de la Guerra de los Seis Días. Esto solo derivó en una excusa irracional para un enfrentamiento sin sentido -ya que todos pueden vivir juntos y en paz-, y para dar la apariencia que justificara el reclamo de un Estado árabe que, a la luz de los hechos, allí nunca existió.
Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster
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