(Crónica surrealista con René Magritte y una calle con guayacanes)
La primera imagen que se me vino fue la del cuadro de Magritte, la del hombre del bombín negro, abrigo oscuro, camisa blanca y corbata roja, a quien una manzana verde con hojas le tapa el rostro. Desde el ventanal, el mismo que hace unas semanas se “defenestró” (historia que conté en otra nota*), la calle se me ofrece como un mundo con múltiples paisajes que van desde los carretilleros estrepitosos con frutas y verduras hasta la vista de una señora que, cada tanto, se para en la esquina, con sus formas aún voluptuosas a mirar cómo orina su perro.
Lo que estaba viendo era insólito. O así me lo pareció. Porque sobre la San Martín (así se llama mi calle, que es una carrera), en descenso, un enano pateaba con poca gracia una manzana. Esta curveaba, disminuía velocidad y otra vez el hombre la pateaba. No pude fotografiarlo. Creo que yo estaba anonadado no por la manera, un tanto torpe, del hombre para empujar la fruta sobre el asfalto, sino porque era rarísimo que lo que estaba pateando fuera una manzana roja, veteada, con algunos reflejos verdosos.
El enano, al que ya había visto en otras ocasiones, pero solo caminando hacia el Centro (en dirección norte-sur), parecía gozar persiguiendo con pasitos cortos y poco ágiles la manzana que a veces no tomaba una línea recta, sino que se iba desviando hacia la derecha, rumbo a un cordón de antejardín. Hizo un último esfuerzo por alcanzarla para cambiarle la dirección con su pie derecho, pero ya la manzana se estaba metiendo debajo de una van blanca, estacionada.
Me pareció que el enano (no sé por qué recordé un relato reciente que estuvimos discutiendo en una tertulia, El Jorobadito, de Roberto Arlt) hacía un esfuerzo supremo para no perderla. La manzana, como si quisiera esperarlo, disminuía velocidad, pero ya era imposible que el hombre la tuviera a su alcance y desapareció, al menos de mi vista, bajo el vehículo, que es parte de una flotilla de camionetas de una fábrica de arepas que hay en mi cuadra.
El enano continuó su caminata, lo vi descender con lentitud por un lado de otras camionetas parqueadas, bajo la sombra de un frondoso laurel y ya no supe más de su trayectoria. Me pregunté, de pronto, por qué estaría pateando una manzana, adónde la había encontrado, o si la había comprado más arriba a algún carretillero, ¿era una manzana podrida?, no dejaba de parecerme una visión extraña. El hombre iba vestido de ropa clara y en su andar no podía disimular cierta impericia.
No sé por qué la primera impresión haya sido la de ver, ya no sé si sobre la calle, o quizá colgando de un alto guayacán que está enfrente de mi ventana, el cuadro del pintor surrealista belga. El único elemento común era la manzana, pero aquella verde y cubriendo un rostro, y la callejera, que tenía toda la pinta de ser una manzana criolla. La obra de Magritte me parecía que flotaba bajo el sol del mediodía.
El enano tenía en su cara que parecía sonriente la certidumbre de que podía seguir pateando en un tramo más o menos largo la manzana que en todo caso daba la apariencia de no ser redonda del todo, y cuyo rodar era disforme, con saltitos, con aceleraciones y frenadas, además con tendencia a irse hacia un lado y no a mantener una línea más o menos recta para que su impulsador pudiera seguirla sin alteraciones, como las que de súbito se presentaron cuando la manzana “decidió” (eso me pareció luego) exiliarse de la vista tanto del pateador como de la mía.
¿Acaso como este enano sería el de Arlt?, pensé. De todos modos, el que iba por la San Martín no tenía joroba. Su cabeza era grande, mejor dicho, no guardaba proporción con el cuerpo. El hombre calzaba zapatos negros. Cosas que pasan. No había en la práctica ninguna conexión entre el hombre, la manzana, la calle, la ventana y el personaje siniestro del Jorobadito, a quien el narrador del cuento bautiza como Rigoletto. Tampoco, creo, existía una relación directa, proporcionada, entre la obra del belga y la figura del enano que pateaba una manzana.
Hace algún tiempo, desde el mismo ventanal, vi pasar a un hombre al que no podía verle el rostro, porque se lo cubría una copia (supongo) del cuadro “Horizontes”, de Francisco Antonio Cano. Subía por San Martín y me parecía que el personaje que señalaba las lejanías con su índice conducía también al hombre, que parecía intranquilo, según sus pasos un poco inseguros y con aire de desorientación.
Dentro de mi colección de imágenes vistas desde la vidriera tengo a un vendedor de globos multicolores, a otro con un palo pleno de algodón de azúcar, a Aurora, una señora de mucha edad tocada siempre con pañoleta, que va vendiendo “inciensos”, a una especie de pastor con túnica brillante que me recuerda los antiguos “apóstoles” de las procesiones bellanitas, a una banda de músicos venezolanos que se pararon al frente a interpretar La pollerá Colorá…
Hasta hoy, la del enano con manzana a sus pies, es la más extraña. Había en su forma de patear una torpeza dolorosa. A su vez, creí que, por la complacencia en su cara, por una actitud sutil de desparpajo, estaba recordando alguna escena de su infancia… En ocasiones, la calle (o carrera) San Martín se llena de ensoñaciones y hay que ser un Magritte para pintarlas.
(Escrito en Medellín florido, 14 de agosto de 2022)
*https://spitaletta.wordpress.com/2022/08/03/defenestracion-y-muerte-de-una-ventana/
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