NOTA: Esta columna corresponde a unos apuntes de la clase de Historia del Pensamiento Económico [Facultad de Ciencias Económicas (FCE) – Universidad de Buenos Aires (UBA)], cuya primera parte puedes leerla AQUÍ.
La importancia de los incentivos
Está claro que, para Jenofonte, en la agricultura el éxito o fracaso dependen del interés o la desidia puesta por el agricultor. Ahora bien, ¿los exitosos lo son además porque aman su oficio? ¿qué es lo que genera su interés por producir y maximizar su hacienda?
Iscómaco responde a esto que su padre tenía “amor a la agricultura y al trabajo”, que la actividad le generaba placer, beneficios y algo en que ocuparse. Al establecer, entonces, que el padre del exitoso Iscómaco era un “apasionado de la agricultura”, Jenofonte parecería darnos a entender que serás productivo en la medida que ames lo que hagas, algo que en cierta forma puede tener sentido.
Pero Jenofonte luego profundiza en el asunto y resalta un punto que quedó consagrado en la historia del pensamiento económico gracias a la metáfora de la mano invisible de Adam Smith.
Es que Sócrates consulta a Iscómaco si lo que quiere decir es que su padre amaba la agricultura tanto como “los comerciantes aman el trigo”.
Explica Sócrates que:
“Los comerciantes, en efecto, por su intensa pasión por el trigo, dondequiera que oyen que hay más, allí navegan en su busca, surcando el mar Egeo, el Ponto Euxino y el mar de Sicilia. A continuación, se hacen con la mayor cantidad posible y lo llevan a través del mar, cargándolo incluso en el mismo barco en el que ellos navegan. Y cuando necesitan dinero, no se deshacen de él a la buena de dios y en cualquier lugar en que se encuentren, sino donde oyen que el trigo tiene un valor mayor y goza de más estima, allí lo llevan y se lo entregan a sus habitantes. Así es como parece que tu padre amaba la agricultura.”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 288)
Iscómaco le da la razón extendiendo la idea a los constructores de casas, a lo que Sócrates contesta que “todos los hombres aman por naturaleza las cosas de las que piensan van a sacar provecho”. Aparece entonces un vínculo entre la ampliación de la producción que, en definitiva, beneficiará a los ciudadanos y a la persecución del interés propio.
Dos milenios más tarde, Adam Smith diría que:
“No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio.”
(Smith, 2011)
Así, son los incentivos individuales un elemento importante en la buena administración de los recursos. Y esto vale también para la gestión pública. En diálogo con Critóbulo, Sócrates realza el rol del “rey de los persas”, quien premia a los gobernadores que “mantienen poblado el país y cultivada la tierra”, mientras que “a los que ve que tienen la tierra sin cultivar, o con poca población (…) los destituye de su cargo y nombra a otros gobernantes” (Jenofonte, trad. en 1993, p. 229).
Ahora lo mismo que es adecuado para el gran reino lo es también para la buena administración del hogar. Así, Jenofonte pone en palabras de Iscómaco la importancia de los premios y castigos. Este cuenta que su esposa recompensaba a los servidores “buenos y provechosos” pero castigaba a “los que resulten malos”. Más adelante, profundiza:
“(…) encargué a mi mujer que se considerase ella misma como la guardiana de las leyes del hogar (…) para recompensar con elogios y honores, como si fuera una reina, a quien lo mereciera, en la medida de sus posibilidades, y reprender y castigar a quien se hiciera acreedor a ello.”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 253)
Para cerrar esta sección, Jenofonte también ingresa en el debate actual sobre la meritocracia, y también podríamos decir en el debate sobre la posibilidad de éxito, o no, de las economías socialistas. En una parte de su relato, afirma:
“Yo pienso, en efecto, Sócrates, que sienten una gran desmoralización los buenos cuando ven que son ellos los que realizan los trabajos, pero reciben la misma remuneración que los que no están dispuestos a esforzarse o a correr riesgos cuando hay que hacerlo. Personalmente, no me parece justo de ninguna manera que los mejores tengan el mismo trato que los malos, y cuando me entero de que los capataces reparten lo mejor a quienes más lo merecen los alabo, pero si veo que favorecen a alguien por sus adulaciones o por algún otro favor sin importancia, no hago la vista gorda sino que les increpo y trato de hacerles ver, Sócrates, que ni siquiera obran de acuerdo con sus intereses.”
(Jenofonte, trad. en 1993, pp. 241-242)
En 1921, será Ludwig von Mises quien aplique esta idea al debate sobre el socialismo:
“En la sociedad capitalista cualquier individuo que desempeña un papel activo en la economía tiene buen cuidado de que a todo trabajo corresponda el beneficio completo de lo que ha producido. El empresario que despide a un obrero que merece debidamente su salario, se perjudica a sí mismo (…) La sociedad capitalista, al asegurar a cada uno el fruto de su trabajo, hace lo que es preciso para incitar a todos los individuos al mayor celo. Lo que se reprocha a la organización socialista es justamente no poder ofrecer este estímulo (…)”
(Mises, trad. en 2019)
La división del trabajo
Existe un fragmento de la obra de Jenofonte que al mismo tiempo revela la naturaleza religiosa y patriarcal de la Grecia de su época, y también muestra un principio económico universal e inquebrantable: las ventajas de la división del trabajo. Esto es así porque en diálogo con Sócrates, Iscómaco le cuenta que parte del objetivo de “incrementar la hacienda” es que el matrimonio divida adecuadamente las tareas.
Jenofonte explica, a través de Iscómaco, que para los dioses la unión divina de un varón y una mujer tiene tres objetivos. El primero, la preservación de la especie; el segundo, la posibilidad de ser apoyado económicamente en la vejez; el tercero, el mantenimiento de un techo común, tarea que recaerá específicamente en la mujer de la pareja.
Es que para Jenofonte las tareas se dividían entre aquellas que se hacían al aire libre, como el barbecho, la siembra o el pastoreo, y otras que se realizaban bajo techo, como la conservación de la cosecha, la molienda de granos, la confección de vestidos y la crianza de los niños recién nacidos.
En este punto, Jenofonte anticipa la idea de las ventajas absolutas y la especialización. En palabras de Iscómaco, la divinidad… “creó la naturaleza de la mujer apta desde un principio para las labores y cuidados interiores, y la del varón para los trabajos y cuidados de fuera. Dispuso también que el cuerpo y la mente del hombre pudieran soportar mejor los fríos y el calor, los viajes y las guerras, y en consecuencia le impuso los trabajos de fuera” (Jenofonte, trad. en 1993, pp. 241-242).
Si el varón estaba capacitado naturalmente para enfrentar la guerra y las inclemencias del clima, la mujer tendría aptitud natural para criar a los hijos, así como también para vigilar los víveres, dado su natural temor, que era mayor al del otro género:
“En cambio, a la mujer, al darle un cuerpo menos capaz para estas fatigas, la divinidad le encomendó, me parece a mí, las faenas de adentro. Y sabiendo que había inculcado en la mujer y le había encargado la crianza de los niños recién nacidos, también le adjudicó en el reparto un mayor cariño hacia los recién nacidos que al varón. Como también encargó a la mujer la vigilancia de los víveres: sabiendo la divinidad que para la vigilancia no es malo ser de carácter medroso, infundió en la mujer un grado mayor de miedo que en el varón.”
(Jenofonte, trad. en 1993, pp. 241-242)
El varón, más audaz por gracia divina, entonces, tendría mejor capacidad para defender la hacienda de invasiones o ataques extranjeros, pero, en cualquier caso, dado que ninguno de los dos podía producir todo al mismo tiempo, lo mejor era la complementariedad, es decir, la división del trabajo allí donde cada individuo tuviera ventajas sobre el otro.
“Pero sabiendo que tendría necesidad de defenderse el que se encarga de las faenas de fuera, si alguien intenta hacerle daño, le dio a su vez a este una mayor parte de audacia. Como ambos tienen necesidad de dar y recibir, dio a ambos equitativamente memoria y atención, de tal modo que no podrías distinguir si el macho o la hembra tienen ventaja en este aspecto. (…) Y como ambos por naturaleza no tienen las mismas aptitudes, precisamente por ello se necesitan mutuamente, y la pareja es más provechosa porque uno puede lo que al otro le falta (…)”
(Jenofonte, trad. en 1993, pp. 241-242)
Lo propuesto por Jenofonte podría escribirse en forma de un cuadro de doble entrada, tal como cuando en las clases de economía explicamos el principio de las ventajas comparativas.
Tareas “fuera de casa” |
Tareas “del hogar” |
|
Varón |
100 | 50 |
Mujer | 50 |
100 |
Si los números implican un nivel de productividad en cada faena, entonces es claro que el varón tiene ventajas absolutas en la producción fuera de casa, mientras que la mujer la tiene en la producción del hogar. Y así, la forma de obtener un máximo puntaje, es que el varón trabaje afuera y la mujer trabaje puertas adentro.
Tal vez sea interesante notar que esta forma de organización permaneció inalterada por un muy largo período de tiempo. Puede decirse que recién en el siglo XX este paradigma comenzó a cuestionarse y modificarse, siendo hoy en día altamente inapropiado para describir a gran parte de las sociedades modernas.
La importancia del capital humano
Otra de las claves de la prosperidad para Jenofonte es la de conocer aquello que se quiere trabajar, es decir, incorporar educación y capacitación para el trabajo. En este sentido, se anticipa Jenofonte a la más moderna idea que vincula la acumulación de capital humano como driver de productividad.
Refiriéndose a la cría de caballos, Sócrates le explica a Critóbulo que existen individuos distintos que, realizando la misma actividad, alcanzan diferente fortuna. Tras ello le cuenta que si él estuviera obligado a servirse de dicha actividad, entonces sería insensato no procurar dejar de ser un ignorante en la materia.
Luego pasa a las tareas del hogar, donde pone al marido en lugar del proveedor de capital humano de la esposa:
“En cuanto a la mujer, si instruida por el marido en el bien se porta mal, tal vez en justicia tendría ella la culpa, pero si el marido se vale de ella a pesar de su ignorancia, sin haberla educado en el camino del bien, ¿no será él el que cargue con razón con las culpas?”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 225)
En la misma línea se expresa Iscómaco más adelante cuando Sócrates le pregunta, sorprendido de su éxito, si fue él mismo el que enseñó a su mujer a ser buena administradora del hogar, o bien si había llegado así a su vida. Iscómaco luego explica que su mujer, mediante la enseñanza, podrá hacerse cargo de “una esclava que no sabe hilar, la instruyas y dobles el valor que tiene para ti”.
Sobre el arte de la agricultura, Sócrates opina que es un arte que “hace ricos a los que lo conocen, pero condena a los que lo ignoran”, destacándose una vez más el factor del conocimiento, el saber hacer.
Conclusión
Hacia el año 350 a. C. apareció en Grecia el que hoy es considerado como el primer libro de economía. De hecho, al título del texto le debemos el nombre de nuestra ciencia, más allá de que en su contenido específico, pueda tratarse más de un trabajo sobre la administración que sobre la economía propiamente dicha.
Sin embargo, muchas de las lecciones vertidas en el libro por el filósofo griego Jenofonte hoy pueden considerarse como pilares fundamentales del pensamiento económico actual. El valor subjetivo de los bienes y la importancia del interés propio, los incentivos, la división del trabajo y la educación para alcanzar mayores niveles de riqueza, son todas ideas que –aunque expresadas allí de forma algo primitiva– son ampliamente aceptadas por los economistas.
Referencias
Jenofonte (1993). Recuerdos de Sócrates – Económico – Banquete – Apología de Sócrates. (Trad. M. Serrano Sordo). Editorial Gredos. (Título original publicado 350 a. C., aprox.).
Mises, L. v. (2019). El socialismo: análisis económico y sociológico. (8ª ed., pp. 181-183). Unión Editorial. (Título original publicado en 1922).
Smith, A. (2011). La riqueza de las naciones. (Trad. C. Rodríguez Braun). Alianza Editorial. (Título original publicado en 1776).
La versión original de toda la entrega apareció por primera vez en el sitio web oficial de Iván Carrino, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión (Parte 1 y Parte 2).
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