NOTA: Esta columna corresponde a unos apuntes de la clase de Historia del Pensamiento Económico [Facultad de Ciencias Económicas (FCE) – Universidad de Buenos Aires (UBA)].
Suelo iniciar mis clases de Introducción a la Economía describiéndoles a los alumnos cuáles son las distintas ramas que componen a las ciencias económicas. A grandes rasgos están la contabilidad, la administración, el análisis actuarial y la economía como tal. Todas estas, si bien diferentes, tienen algo en común: tratan distintos aspectos de la ciencia que estudia la asignación de recursos escasos a fines múltiples, parafraseando la clásica definición.
Así, los recursos limitados pueden asignarse a fines múltiples dentro de una organización familiar, dentro de una empresa, o bien dentro de las fronteras de un país. La administración y la economía propiamente dichas, tienen mucho en común. No es casualidad, entonces, que el primer libro escrito sobre economía, El Económico, del filósofo griego Jenofonte, aborde principalmente temas de organización y eficiencia, pero que al mismo tiempo siente algunas bases de lo que constituye la economía moderna.
A continuación, analizaremos cómo en El Económico, publicado originalmente hacia el año 350 a. C., el autor trata temas como la categoría de ciencia para la administración/economía, la naturaleza de los bienes, las causas de la riqueza y de la pobreza, y la importancia de los incentivos, de la división del trabajo y del capital humano para maximizar los objetivos económicos.
¿Es la economía una ciencia?
El Económico está dividido en dos grandes secciones. En la primera se da un diálogo socrático entre Critóbulo, quien quería conocer los secretos de la buena administración, y Sócrates, el famoso filósofo griego quien, mediante preguntas y respuestas, hace que ambos vayan construyendo el saber sobre el asunto.
La primera cuestión que se trata desde la primera página de la obra es la categoría que la economía, o más específicamente la administración, ocupará dentro de las ramas del saber. Sócrates comienza preguntando si la administración es como la medicina, a lo que termina respondiendo de forma afirmativa.
“– «Dime, Critóbulo», preguntó, «¿es acaso la administración de una casa el nombre de un saber, como la medicina, la herrería y la carpintería?»
«Yo creo que sí», respondió Critóbulo.
– Y de la misma manera que podríamos señalar la actividad de cada una de esas artes, ¿podríamos también decir cuál es la propia de la administración?
– Me parece, dijo Critóbulo, que la actividad propia de un buen administrador es administrar bien su propia hacienda.
«Y si alguien le confiara la hacienda de otro», dijo Sócrates, «¿no podría, si quisiera, administrarla bien, como la suya propia? Pues el que sabe carpintería podría también hacer para otro lo mismo que hace para sí, y lo mismo el administrador».
– Así lo creo, Sócrates.
«¿Puede entonces el entendido en ese arte», dijo Sócrates, «aunque no tenga bienes personalmente, recibir un sueldo por administrar una hacienda, como lo recibiría por construir una casa?»”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 213)
Está claro hasta aquí que Jenofonte quiere establecer a la administración al menos como una rama independiente del saber, con conocimientos específicos, de la misma forma que la carpintería o la medicina. Además, afirma que puede incluso convertirse en una profesión, dado que cualquiera que se dedicara a la administración de una hacienda, incluso la ajena, podría percibir un sueldo por ello, del mismo modo que un médico cura un paciente y recibe por ello un honorario profesional.
¿Ciencia, técnica o arte? Esta pregunta no está respondida en el inicio del diálogo. Jenofonte iguala la ciencia médica con la técnica de la carpintería, con lo cual la administración –o por añadidura, la economía– podría ser cualquiera de las tres. Lo importante para el autor hasta ahí es que se trata de una rama independiente del saber.
Sin embargo, párrafos más adelante sí se asocia la administración con una ciencia. Critóbulo de hecho le dice a Sócrates que “acordamos que, aunque no se tuviera riqueza, había una ciencia de la administración” (Jenofonte, trad. en 1993, p. 221), y dicha ciencia comprende –como lo hace hoy en día– a la eficiente asignación de recursos escasos.
La naturaleza subjetiva de los bienes
Establecido de una vez que la finalidad de la administración es la de incrementar la hacienda, los dialogantes pasan a preguntarse qué es la hacienda. Así, buscan una definición que pueda incluir todo aquello que tenga sentido acrecentar. Por ejemplo, coinciden en que es deseable incrementar un caballo, pero no tanto la cantidad de enemigos.
Ahora bien, en determinadas circunstancias convendrá lo segundo antes que lo primero. ¿Cómo es esto? Jenofonte avanza en las primeras líneas de su obra con una rudimentaria teoría subjetiva del valor. Sócrates establece, en un debate acerca de la cualidad de los bienes, que “Las mismas cosas son bienes para quien sabe utilizar cada una de ellas y no son bienes para quien no sabe utilizarlas. Es como, por ejemplo, una flauta, un bien para quien sabe tocarla discretamente, pero para una persona incompetente no vale más que unas piedras inútiles” (Jenofonte, trad. en 1993, p. 215).
Más adelante, afirma que incluso “si no se sabe emplear, hay que rechazar el dinero tan lejos que ni siquiera se incluya entre los bienes” y sostiene que los enemigos pueden ser bienes si se los puede utilizar “para obtener provecho de ellos”.
En esta forma, un bien que forme parte de una hacienda a acrecentar estará definido como todo lo que le reporte un beneficio al usuario, y esto por definición es una apreciación subjetiva de la naturaleza de los bienes.
Jenofonte se anticipa varios siglos a lo establecido por (Menger, trad. en 1997), quien escribió que:
“Así pues, el valor no es algo inherente a los bienes, no es una cualidad intrínseca de los mismos, ni menos aún una cosa autónoma, independiente, asentada en sí misma. Es un juicio que se hacen los agentes económicos sobre la significación que tienen los bienes de que disponen para la conservación de su vida y de su bienestar y, por ende, no existe fuera del ámbito de su conciencia.”
La naturaleza subjetiva de las cosas no aparece solo en la discusión sobre los bienes. Más adelante en el diálogo se aborda el tema de la riqueza. La pregunta, entonces es qué es riqueza, pero, específicamente, cuánto puede ser considerado fortuna suficiente.
Y ahí Sócrates enseña a Critóbulo que también la riqueza dependerá de las necesidades de cada individuo. En este sentido, no puede haber un parámetro objetivo de riqueza, ni una línea –idéntica para todos– a partir de la cual determinar quién es “más rico”.
“«Por mi parte», dijo Sócrates, «creo que si consiguiera un buen comprador sacaría muy fácilmente por todos mis bienes cinco minas, incluida la casa. En cambio, de los tuyos sé con certeza que conseguirías cien veces más».
– ¿Y, a pesar de reconocerlo, crees que no necesitas más dinero y me compadeces por mi pobreza?
«Porque los míos, en efecto», dijo, «me bastan para satisfacer mis necesidades. En cambio, para la vida que llevas y para poder mantener tu reputación, creo que ni aunque tuvieras tres veces más de lo que ahora posees sería suficiente para ti».”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 219)
Luego Sócrates le indica a Critóbulo que como él debe celebrar “frecuentes y abundantes sacrificios” a los dioses, dar hospitalidad a los extranjeros y ofrecer banquetes para agradar a los ciudadanos, entre otras tareas que parecen propias de un político de la época, entonces lo que para algunos puede parecer mucho, no es así para quien necesita todavía más que eso.
Las causas de la riqueza y la pobreza
En 1776, Adam Smith publicó su obra Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. Quería explicar por qué unos países eran ricos, mientras otros no podían alcanzar el desarrollo.
La curiosidad por este tema no empezó con el autor escocés. Jenofonte se preguntó, aunque a nivel individual, lo mismo dos mil años antes:
“En efecto, al darme cuenta una vez que, con las mismas actividades, unos vivían en la más completa miseria y otros nadaban en la abundancia, maravillado, pensé que merecía la pena averiguar cuál era el motivo.”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 222)
La frase está puesta en boca de Sócrates, quien le explica a Critóbulo que para enseñarle la ciencia de la administración tuvo que hablar con los “especialistas” en la materia. A continuación, pondrá como punto principal de la respuesta a la búsqueda de la eficiencia productiva y a la buena organización del trabajo.
Sócrates sostiene que “salían perdiendo los que trabajaban a la buena de dios y, en cambio, noté que los que lo hacían poniendo en tensión su inteligencia, trabajaban con mayor rapidez (…) mejor rendimiento”. Posteriormente, afirma que “unos con grandes presupuestos construyen casas inútiles, mientras que otros con mucho menos dinero edifican casas provistas de todo lo necesario”.
Como se observa, el foco está puesto en el buen uso de los recursos y en obtener el máximo rendimiento, ergo, alcanzar un nivel elevado de productividad.
Más adelante se refuerza esta idea. Ahora Sócrates dialoga con Iscómaco, un “hombre de bien” –es decir, un experto en administración–, quien le enseña los detalles de esta disciplina. El experto le comenta que:
“(…) es propio de personas juiciosas, tanto del varón como de la mujer, actuar de manera que el patrimonio esté en las mejores condiciones posibles y se acreciente también lo más posible por medios honestos y legítimos.”
Párrafos adelante, Sócrates le dice a Iscómaco que le gustaría aprender “cómo tendría que cultivar la tierra si quisiera obtener la mayor cosecha de cebada y trigo” (Jenofonte, trad. en 1993, p. 272).
La definición, que encaja perfecto con el objetivo de todo buen administrador, también puede pensarse como el objetivo de una economía en su conjunto. Es que considerando que los bienes son subjetivos, y que incrementar la hacienda implica incrementar la cantidad de bienes así considerados por sus dueños, también podemos considerar que los países más ricos serán quienes de forma más eficiente produzcan los bienes y servicios que sus ciudadanos demanden.
Este es, de hecho, uno de los principios fundamentales de la economía delineados por N. Gregory Mankiw, quien considera que “el nivel de vida de un país depende de la capacidad que tenga para producir bienes y servicios” (Mankiw, trad. en 2020, p. 13). Para Mankiw, un factor clave para determinar esta capacidad es la productividad, una medida de la eficiencia de la producción. O sea que Jenofonte ya anticipaba una de las principales leyes del pensamiento económico.
Ahora bien, para ser productivo hay que tener –en primer lugar– voluntad de serlo. Sócrates le pregunta a Iscómaco porqué algunas personas que conocen igualmente el arte de la agricultura “viven en la abundancia”, pero otras “ni siquiera pueden satisfacer sus necesidades vitales”.
La respuesta que Iscómaco da en el caso de la agricultura tiene una sola cara: la voluntad. Sin embargo, cuando se generaliza aparecen otros ejes. A saber: los incentivos, la cantidad de capital humano y, por último, una buena división del trabajo.
En cuanto a la voluntad, Jenofonte sugiere, en palabras de Iscómaco, que los que no tienen éxito en la agricultura no están suficientemente interesados en obtenerlo:
“Porque no es el saber o la ignorancia de los agricultores lo que hace que unos prosperen y otros sean pobres. (…) En cambio, es mucho más probable oír que alguien no consigue trigo de su campo porque no se preocupa de sembrarlo o de estercolarlo. O que tampoco tiene vino Mengano porque no se cuida de plantar vides ni de hacer que produzcan las que tiene. Tampoco tiene aceite ni higos Zutano porque no se preocupa ni procura tenerlos. En eso consiste, Sócrates, la diferencia entre unos agricultores y otros, que hace que también su fortuna sea diferente, mucho más que porque parezca que han descubierto algún invento para trabajar la tierra. Lo mismo ocurre en algunos aspectos del arte militar, en el cual unos generales son mejores que otros, y se diferencian, sin duda, no por su inteligencia, sino por su interés.”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 284)
Párrafos más adelante, agrega:
“La desidia en la agricultura es una clara acusadora de un espíritu mentiroso: nadie podría convencerse a sí mismo de que puede vivir sin lo necesario; si un hombre no conoce ningún oficio lucrativo ni está dispuesto a ser labrador, es evidente que o se propone vivir del robo, la rapiña o la mendicidad, o está completamente loco.”
(Jenofonte, trad. en 1993, p. 286)
Al menos para la agricultura, entonces, Jenofonte diría: “si quieres ser rico, ¡propóntelo!”. Con eso es suficiente. Para otros aspectos la respuesta será más compleja…
En la siguiente entrega de este artículo hablaré sobre la importancia de los incentivos, la división del trabajo, entre otros.
Referencias
Jenofonte (1993). Recuerdos de Sócrates – Económico – Banquete – Apología de Sócrates. (Trad. M. Serrano Sordo). Editorial Gredos. (Título original publicado 350 a. C., aprox.).
Mankiw, N. G. (2020). Principios de Economía. (8ª ed.). Cengage Learning. (Título original publicado en 2012).
Menger, C. (1997). Principios de economía política. (2ª ed.). Unión Editorial. (Título original publicado en 1871).
Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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