Desde épocas bíblicas se advertía sobre un tenebroso colapso de la historia, o, mejor dicho, de lo que se entendía por tal. A partir de sus recursos narrativos, preferiblemente míticos, se hablaba sobre una culminación de los sucesos con el propósito de marcar un sentido progresivo que llegara al mismo punto donde todo empezó. Sea en las profecías de los Evangelios, en las amonestaciones apostólicas, pero sobre todo, en la enigmática literatura apocalíptica.
Como el pretendido “fin del mundo” no llegó en tiempos del cristianismo primitivo, es decir, cuando se lo esperaba, estas ideas se proyectaron sobre la Iglesia medieval occidental ante la perspectiva de la venida de un rey mesiánico que triunfaría al ocaso de las eras. Pero la decepción en los albores de la modernidad hizo que ya Dios fuera puesto en tela de juicio y encerrado en la subjetividad. Los hechos pues los deberían forjar las políticas humanas emancipadas del yugo de lo divino. Dicha consumación ahora no sería vislumbrada como catástrofe escatológica sino como realización política ulterior. En este ámbito podemos entender la esperanza de los intelectuales que comenzó con la “gloriosa” Revolución Inglesa de 1688 hasta desembocar en la Revolución Francesa de 1789.
Georges W. Hegel al ser más o menos contemporáneo a la masacre francesa, desde su función periodística proclamaba la necesidad de la presencia de un caudillo que fuese fuerte y que restaure el orden perdido. Las ansias parecieron cumplirse ante la derrota de Federico Guillermo III de Prusia cuando los ejércitos de Napoleón Bonaparte entraron en Jena abriendo la certidumbre del filósofo sobre un gobierno que trajera para la desarticulada Alemania un sistema moderno y próspero. Esto representaba entonces para él el progreso que emergía del antiguo régimen. Por ello dirá del triunfal Napoleón que “el Espíritu de la historia entraba montando a caballo”. Claro que el entusiasmo le duro poco, el saqueo y el caos llegaron hasta su propia casa, razón por la cual tuvo que huir.
Como sea Hegel pensaba que estaba siendo testigo del “fin de la historia” cuanto esta alcanzaba su síntesis absoluta. ¿Por qué lo entendió de esta manera? ¿Podemos hablar con justeza de una terminación de los tiempos? ¿Cómo asumirlo desde nuestro presente?
Para responder a estas cuestiones repasemos brevemente sus ideas directrices y así poder comprender, no solo su interés político, sino también su excesivo optimismo. Huelga decir que su pensamiento no es fácil, pero trataremos de exponerlo lo más sintéticamente posible bajo el peligro de caer en cierto reduccionismo.
Su filosofía gira en torno de dos puntos: en primer lugar “todo lo que es real es racional” y, segundo, “todo lo que es racional es real”. En traducción: todo lo existe, la naturaleza, el ser humano y su historia son reales y son principalmente la manifestación del Espíritu entendido como algo que avanza lógicamente hacia su objetivo último.
Expliquemos el primer punto: “todo lo que es real es racional”. Todo lo que sucede es por un plan mayor. Todo tiene un sentido hacia un fin, aunque ese sentido permanezca oculto. Para poner un caso, si un anciano mira al pasado, al trayecto de su existencia, puede observar que todo lo que le pasó, por más intrascendente que en ese momento le haya parecido, al final puede iluminar que tuvo un propósito. Ve la pintura completa. Todo tuvo una razón de ser y transcurrió dentro de una secuencia coherente. Había subyacentemente un plan que se fue desarrollando y esto aplica, para Hegel, a todo el entramado de la realidad. Nada fue un accidente.
Esto se aclarará mejor si explicitamos en segundo punto: “todo lo racional es real”. Solemos pensar que es la experiencia la que nos señala lo cierto, pero esto no es tan así. En astronomía muchas veces se infiere la existencia de fenómenos físicos o cuerpos celestes solo por ecuaciones matemáticas lógicas y luego puede ser que se descubra dicho cuerpo o fenómeno. En concreto, así parece suceder con la llamada materia oscura que suponen los científicos que hay en el espacio. La razón está primero como realidad y luego puede devenir la experiencia. Todo lo que podemos deducir racionalmente se aparece “a posteriori”. Por tal este se despliega con inteligencia y, en el caso del mencionado Espíritu, llega a manifestarse en el mundo.
Lo importante es resaltar que solemos creer que las cosas son desconexas e independientes cuando todo es la mostración justa del Espíritu maniobrando de forma paulatina. Este Espíritu es un tipo de dialéctica donde se exterioriza en la materialidad, así surge toda la naturaleza. Primero hay una representación y esta luego se plasma en las cosas. Por ejemplo, un escritor escribe un libro físico que primero estuvo en el plano de las ideas y puede materializarlo gracias a los personajes que, en definitiva, son solo evidencias ficticias de su esencia. En suma: primero hay algo en potencia que luego toma forma concreta, y el sujeto, a partir de este proceso, adquiere consciencia de ello. O sea que el Espíritu aparece y se desarrolla finalmente cuando el hombre toma nota de él y de ese modo ese Espíritu adquiere a su vez conocimiento de sí mismo.
Esto debemos verlo como un idealismo puro donde sería apropiado resistir la tentación de psicologizarlo, como hizo posteriormente el naciente psicoanálisis. De cualquier modo, en el caso de la historia pasa exactamente lo mismo, entre las épocas avanza el Espíritu hacia su “telos”, a saber, hacia su culminación en su propia conclusión anunciada.
Pregunta obligada: ¿el Espíritu es Dios? No el Dios escolástico cristiano quien es totalmente trascendente y ya era pura luz antes de crear a sus creaturas. El Espíritu en Hegel, indefinible por sí mismo, es algo que se despliega en una marcha evolutiva hasta llegar a su meta o hacerse consciente de sí. Es Dios -en tanto llegue a ser- que se encuentra con Dios. Es más parecido al Dios de Baruj Spinoza que al de Tomás de Aquino. En otros términos, el Espíritu y la realidad son lo mismo manifestándose, y lo hace dialécticamente por un juego “trinitario” de tesis, antítesis y síntesis. Pero cómo demostrar el Espíritu: por medio de su filosofía total presentada en sus tres obras capitales, en la “La fenomenología del Espíritu”, en su “Ciencia de la lógica” y en su “Filosofía de la naturaleza”.
Por ello Hegel pensó en que era testigo en su época del fin de la historia. Cuando el Espíritu se espiritualizaba en su realización. Pero la historia no terminó allí. Si nuestro filósofo pensó en matarla Karl Marx sin duda la resucitó. Salió del idealismo romántico y, a través del positivismo científico, la materializó en la percepción de la lucha de clases. Repito, dicha resurrección no fue como idea -nada más lejos de Marx que el platonismo-, sino como materia social y política. En su “Tesis sobre Feuerbach” número XI Marx dice: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Lo que había muerto era el mundo suprasensible platónico, aquel que tanto criticó Friedrich Nietzsche, pero estaba renaciendo otro orbe, el mundo de la materia plasmado en las masas que se movían ahora dialécticamente hacia la superación del capitalismo.
Podemos entonces entender mejor por qué Francis Fukuyama habló en la década del noventa del “fin de la historia” al caer el bloque marxista. Sin embargo, actualmente pereciera que el proceso espiritual de la historia pensado por Hegel caducó realmente y ahora la misma no solo ha terminado, sin que ha muerto, en el sentido que las oposiciones ya no son ideológicas sino civilizatorias. La irrupción de los totalitarismos religiosos que funcionan como opuestos al liberalismo, asimismo las caricaturas de los socialismos actuales y la apatía que produce lo digital (el ámbito de la nube), han hecho que las nuevas generaciones emergentes edifiquen un mundo virtual donde el tiempo ha perdido su valor, donde los signos han extraviado su significado y la restauración casi medieval del nuevo pensamiento audiovisual es lo que seguramente domine la época por venir.
Nos enfrentamos probablemente a una nueva época sin ilustración (o con una minoría de ella) ni memoria, siendo mayoritaria la excitación de los sentidos, la exacerbación sexualizada de la humanidad, la sobre exposición en el metaverso, la “transmutación de todos los valores” y la extinción de grandes monumentos ignorados (como la verdad, la palabra, la honradez, el honor), en medio de hordas bárbaras que, utilizando hábilmente una tecnificación que no comprenden arrasarán con lo poco que queda de aquella modernidad que tanto costó.
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