En algún punto de la historia, los seres humanos decidimos dejar atrás el modo de vida salvaje. Ya no bastaba la fuerza bruta para sobrevivir; descubrimos que, si queríamos vivir en comunidad, debíamos aceptar reglas. Nació entonces el contrato social, esa noción invisible pero poderosa que nos recuerda que, para convivir, debemos renunciar a ciertas libertades individuales en favor del bien común.
Hobbes, Locke y Rousseau, con sus diferencias, coincidían en algo fundamental: sin acuerdos básicos, no hay civilización posible. La justicia, el respeto por la vida, la palabra empeñada, la confianza en que el otro no me destruirá: todo eso es el cemento invisible que sostiene las sociedades.
Sin embargo, basta mirar alrededor para preguntarnos si no hemos olvidado este compromiso. Cuando la corrupción se normaliza, cuando la violencia política sustituye al diálogo, cuando la mentira reemplaza a la verdad, el contrato social se deshace en silencio.
En el plano internacional ocurre lo mismo. La invasión de un país soberano, los golpes de Estado que arrasan con instituciones, las guerras comerciales que ignoran los pactos multilaterales, son síntomas de un mal común: la ruptura de ese acuerdo original que nos permitió dejar de ser bestias y empezar a ser ciudadanos del mundo.
El riesgo es claro: si olvidamos que el contrato social es la base de nuestra humanidad, retrocedemos a lo primitivo. El progreso no está en las máquinas ni en la tecnología, sino en el compromiso de respetar la regla compartida.
Volver a recordar ese pacto no es un lujo intelectual: es una urgencia civilizatoria. Porque si no somos capaces de sostenerlo, la alternativa será volver a una selva donde la fuerza sustituye a la razón.
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