La corrupción es un mal crónico en la política colombiana, un problema que continúa erosionando la confianza en nuestras instituciones. El caso de Sandra Ortiz, exconsejera presidencial para las Regiones, y su presunta implicación en un esquema de sobornos vinculado a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), representa el capítulo más reciente de esta larga historia de decepción nacional. Sin embargo, lo que hace a este escándalo particularmente dañino es su impacto en el gobierno del presidente Gustavo Petro, quien asumió el poder prometiendo romper con las prácticas del pasado.
Según la Fiscalía, Ortiz habría recibido sobornos por 3.000 millones de pesos provenientes de contratos públicos de la UNGRD. Más allá del monto, preocupa el destino de estos recursos: presuntamente, garantizar apoyo legislativo para avanzar en la agenda del gobierno. La gravedad de estas acusaciones es innegable. En un país donde la corrupción se ha normalizado como un costo inevitable de la política, Petro llegó con la promesa de un cambio auténtico. Sin embargo, este caso parece evidenciar que las estructuras del clientelismo permanecen intactas.
El escándalo no se limita a Ortiz; también ha salpicado a figuras cercanas al presidente. En su testimonio, Ortiz señaló a Laura Sarabia, directora del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre), insinuando que conocía las irregularidades. Aunque Sarabia negó categóricamente las acusaciones, estas declaraciones levantan serias dudas sobre los niveles de responsabilidad dentro del círculo más cercano a Petro.
El mutismo de Gustavo Petro ante este escándalo es alarmante. Aunque su administración ha afirmado estar dispuesta a colaborar con las investigaciones, la falta de un mensaje claro y contundente del presidente ha sido percibida como indiferencia, o peor, complicidad. En momentos de crisis, el liderazgo se mide por la capacidad de enfrentar los desafíos de manera frontal. Petro, conocido por su estilo confrontacional, no puede permitirse dar la impresión de evasión en este momento.
Este episodio también deja una enseñanza crucial sobre la corrupción en Colombia: no se trata de unas cuantas «manzanas podridas», sino de un problema profundamente arraigado que exige transformaciones estructurales. Las promesas de cambio carecen de valor si no se acompañan de reformas institucionales genuinas, transparencia en la gestión pública y un sistema judicial verdaderamente independiente y eficaz.
El caso de la UNGRD no solo pone en entredicho la confianza en el gobierno de Petro, sino que también plantea un reto significativo para la ciudadanía. ¿Permitiremos que este caso caiga en el olvido, como tantos otros, o exigiremos rendición de cuentas? Si bien la sociedad tiene un papel esencial que desempeñar, el primer paso debe venir del propio presidente.
Gustavo Petro enfrenta una oportunidad crucial: demostrar que su administración no es «más de lo mismo». Esto requiere romper con la tradición de proteger aliados políticos a toda costa y garantizar que las investigaciones lleguen hasta el fondo, independientemente de quiénes resulten afectados.
En Colombia, las promesas de cambio abundan, pero los actos que las materialicen son escasos. Petro debe decidir si quiere ser recordado como el líder que transformó el país o como otro presidente atrapado en las redes de la corrupción.
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