Durante la pandemia, varias realidades han sido vislumbradas; no que hayan emergido hasta el punto de volverse visibles, por el contrario, nos hemos colocado a una distancia desde la cual podemos observar con más claridad. Una de esas realidades, es como la brecha entre lo local – como una unidad territorial sobre la cual se construyen vínculos de propiedad y sentidos de pertenencia – con respecto de lo extraterritorial ha dejado un conjunto de desequilibrios. Si bien no es nada nuevo, para la sociología o a la politología, ahora se vislumbra mejor.
Entre lo local y extraterritorial, hay una relación de poder en la cual el último se sobrepone al primero. Aquello fuera del territorio – pudiendo ser una compañía, una institución o un organismo multinacional – va generando efectos en la localidad según la historia del vínculo; por ejemplo, si una compañía ingresó con permiso gubernamental sin peticiones ciudadanas es una historia distinta a la de una que haya entrado previamente inquiriendo si su presencia iba a resultar en incomodidades, cuando menos, o en externalidades negativas.
Ahora, que varias entidades extranjeras se han localizado en los territorios, prácticas y memorias de las sociedades latinas, ya no es una discusión visceral si la inserción fue o no un proceso amigable con la ciudadanía; lo que se discute, es la permanencia, o al menos su poderío y los efectos de este. En una América Latina dispersa – cuyas culturas a raíz de la globalización no se “abrieron” sino que entraron a un espacio común “abierto” – ya no se propicia un debate que pretenda cuestionar desde los cimientos propios sino la adopción de una diversidad de absolutos. Así, se produce un desequilibrio entre la comprensión de lo estático o duradero y lo dinámico o fugaz.
En esta América Latina, más o menos integrada en cuanto a actores no estatales – academias, ONG, otros colectivos sociales – no parece frecuente la formación de un espacio de debate en el cual se pueda llegar a una conclusión que no sea guiada por una intención política –para mejorar o implementar mecanismos de representación y participación política. Las ideas (las empresas causan pobreza o crecimiento) y los juicios (que son perjudiciales o beneficiosas) ya están concebidas estáticas y dispuestas como ejes de un debate en el cual se busca ahondar en esas ideas y no en las contrarias. Sean de izquierda o de derecha, no aparentan gran número los que se dirigen a entender la racionalidad, lógica y construcción social e histórica del que piensa al otro lado del cerco ideológico.
Aún así, la preocupación en torno a lo local, es algo que comparten ambos espectros, al menos discursivamente. Por un lado, hay una derecha que en sus gradientes religiosos, militaristas y nacionalistas, usa lo local como base y destino de una práctica política y medianamente democrática; por otro lado, hay una izquierda que en sus tonalidades progresistas, feministas y en algunos casos ambientalistas, también toma como una de las principales preocupaciones lo que sucede dentro del territorio sobre el cual sienten que pueden o deben controlar y al cual sienten que pertenecen o se debe su militancia política e ideológica. Sin embargo, entre estas dos “familias” de ideas y prácticas, no hay equilibrio.
Una preocupación que dirige esta columna, es que en ese intento de volcar los esfuerzos hacia las localidades, uno de los efectos sea que se ate indudablemente lo territorial a lo tradicional; vale decir que, dado que se protege el territorio nacional, serán protegidas igualmente las ideas tradicionales de la localidad. En este punto, lo importante es entender que aunque el enfoque se localice, este debe priorizar las realidades materiales por encima de las tradiciones históricas, en función del desarrollo de todos. El que una tradición – sea en materia de derechos o de actividades económicas – sea local, no implica que sea benigna. El equilibrio debe encontrarse por encima de la derecha o de la izquierda, del conservadurismo o progresismo.
Otra preocupación es que se produzca un desequilibrio entre las fuerzas políticas tradicionales o conservadoras y aquellas que son progresistas, como producto de que a través del discurso se ate el conservadurismo con la protección de lo local; precisamente uno de los objetivos y desafíos de la democracia en América Latina es propiciar el balance, entre partidos, entre ideas y entre políticas públicas. La integración, o al menos el encuentro, de diferentes culturas en la globalización ya heredó un desbalance importante – un conflicto no nativo – y lo crucial es no cambiar un desbalance con significativa influencia internacional, por un desbalance concentrado en el conflicto nacional – ambos sin haber resuelto mucho.
Volcar la atención hacia lo local, significa que el territorio y quienes en el habitan van primero pero no que la historia plagada de desaciertos va primero porque es “lo nuestro”; esta idea de localización, debería significar que los equilibrios se construyen primero dentro, para después intentar ofrecer apoyo y no lanzarse a la competencia internacional como si las estructuras locales puedan sostener la relación de poder entre un McDonald’s y una carreta de hamburguesas. En conclusión, sin estar necesariamente de acuerdo con que los hechos lleguen a ese desenlace, los sistemas políticos, sociales y económicos de América Latina, deben estar mejor capacitados, a la vez que comprometidos, a encontrar los equilibrios entre las relaciones de poder y las desigualdades para que, teniendo un enfoque local o internacional, todos puedan salir adelante en este conjunto de crisis que alteró la pandemia.
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