¿Qué nos depara el sol que saldrá por el oriente mañana en la madrugada? ¿Qué nos dice sobre nuestro futuro inmediato el cielo que está sobre nuestras cabezas? ¿A todos, en todos los países, nos cobija el mismo cielo?
Desde hace ya varios días creo que es una obligación personal reflexionar sobre las consecuencias de los eventos internacionales que se han venido desarrollando y cómo estos nos afectan. Si es que lo hacen. Y, más importante, pensar en qué hacer. Si es que algo se puede hacer. La reflexión de este texto ha sido inspirada por Cyril Dion (https://www.radiofrance.fr/franceinter/podcasts/la-lutte-enchantee/la-lutte-enchantee-de-cyril-dion-du-mercredi-29-janvier-2025-5710013).
La nación con mayor poderío económico y militar del mundo ha, de nuevo, escogido el camino del odio. Odio, sin titubeos, porque en tiempos de posverdad, desinformación y de verdades fabricadas a la medida hay que dejar de usar los eufemismos, las perífrasis y las antífrasis. Estamos en una época en la que al odio se le dice “interés nacional”, o se disfraza bajo el apelativo de “inmigrante ilegal” o se le llama incluso “justicia”.
Ese odio, del cual empezamos a ver efectos en deportaciones masivas, no puede tener otro nombre, al menos no más preciso que fascismo. No es miedo, es puro y duro fascismo sin contemplaciones. De nuevo, sin titubeos, porque cada vez más las evidencias se acumulan en una gran pila de hechos de odio hacia la humanidad.
Cuando el fascismo se tomó a Italia y Alemania en la antesala de la Segunda Guerra Mundial la gran mayoría de personas no sabían que esta terminaría en una carnicería humana sin precedentes. La propaganda lavó los cerebros de los ciudadanos con las verdades que los gobiernos hicieron a su medida. El odio pobló las calles de las ciudades e incitó a muchos a despreciar, expulsar, discriminar y hasta a asesinar a aquellos víctimas de la “posverdad” de la época.
Uno podría preguntarse, ¿nadie escuchó los gritos de los judíos en los trenes que iban hacia los campos de concentración?, ¿nadie era consciente de que los campos de concentración eran campos de exterminio?, ¿nadie sintió el olor de los cuerpos quemados ni percibió la lluvia de cenizas que se desprendía de los hornos? Estas preguntas son de las más difíciles de asumir, de cara a la humanidad de los pueblos, a la bondad de la humanidad.
En los juicios de Nuremberg se planteó la cuestión de la responsabilidad del pueblo alemán en el holocausto. ¿Cuál es la responsabilidad de un pueblo, o una persona, que siendo testigo de atrocidades no hace nada? ¿Los humanos perdemos nuestra condición de humanidad si no defendemos a nuestros congéneres ante la barbarie y el terror? Estos juicios no respondieron esa pregunta, así que hoy, ante el resurgir del fascismo y el terror, debemos tratar de responderlas.
¿Cuál es nuestro deber cuando un fascista se hace con el poder y comienza a tomar decisiones que atentan contra la humanidad y cultivan el odio? Soy de los que piensa que debemos responder. La inacción ante una amenaza tal es acción a favor del odio. La respuesta debe ser inequívoca e inmediata. Hay que marcar la línea de humanidad que es infranqueable. Cuando permitimos que los dictadores crucen los límites mínimos de los derechos humanos sin consecuencia alguna, estamos dando espacio para que todo aquel que desea también transgredir esos límites lo haga de forma impune.
Lo que socavó el fascismo en Europa y el mundo tal vez nunca se pueda recuperar. Los nazis no solo mataron millones de personas, también mostraron la podredumbre de la que es capaz el ser humano, por acción propia, o por simple inacción. Dejaron una mancha imborrable en la conciencia de la humanidad, hecho que debe recordarse constantemente y que debe llamarnos a la acción cada que un dirigente o un ciudadano haga el mismo gesto que los adeptos de Hitler hacían con su mano derecha para mostrar su devoción al genocida.
Hoy el cielo sobre nuestras cabezas está lleno de nubes oscuras como la noche. ¿Las ignoraremos en espera del rayo?
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