“El famoso «cerco diplomático» que recaía sobre Venezuela, en el que al presidente Nicolás Maduro le quedaban las horas contadas, no tuvo el efecto esperado por Duque, a quien sí se le acabaron este siete de agosto”.
El pasado 7 de agosto de 2022 tuvo lugar la posesión presidencial de Gustavo Petro Urrego, cuadragésimo segundo presidente de Colombia desde que el Territorio se conformó como República en 1886. Esta posesión tan anhelada por muchos y repudiada por otros tantos, no dejó de tener algunas situaciones curiosas –si me permiten el apelativo–. Podría iniciar con una comparación con el mandato anterior: y se trata del clima. Hace cuatro años (el 7 de agosto de 2018) la inclemencia atmosférica fue centro de atención del evento. Los fuertes vientos y el mal aspecto del cielo, no fueron una bonita carta de presentación para el mandato que se venía. Quizá la naturaleza quería advertir a modo de vaticinio –cual lo hiciera el profeta Hassan Nassar– sobre los cuatro años nefastos que se venían con uno de los presidentes más incompetentes que haya tenido el país. La batuta que había quedado en un pedestal muy alto, parecía inalcanzable. Andrés Pastrana había dejado estándares muy altos en materia de ineptitud: Iván Duque los superó todos, ¡y con creces! Esta vez, el día estuvo soleado, amigable y sin ninguna interrupción de su parte. Esta vez, no se voltearon las sombrillas.
Otra curiosidad fue todo lo suscitado con la espada de Bolívar. Con este suceso quiero detenerme un poco. La licitación por la espada para que esta formase parte de la ceremonia empezó días después de que las elecciones dieran como ganador a Gustavo Petro. Sin embargo, a pocas horas de empezar la posesión, Duque se negó a que la espada abandonase la casa de Nariño. La razón: inexplicable. Todos los trámites que se debían hacer estaban formalizados. Quizá, a sabiendas de que esta insignia sería utilizada como emblema de cambio, el presidente saliente intentó imponerse. Hacer respetar su valía, lo que en cuatro años de gobierno jamás logró. Varios de sus funcionarios, incluidos Margarita Cabello, y su misma vicepresidenta Marta Lucía Ramírez lo llamaban «presidente Uribe», tal vez como recordatorio del títere maltrecho que jamás tomó una decisión propia, pero siempre obedeció a quien presidió detrás de bambalinas.
A lo mejor si Duque hubiese tomado la decisión de honrar su apellido cuatro años antes, quién sabe si algún respeto hubiese recibido. Todavía resuena en mi mente la risa estridente del periodista Daniel Samper Ospina, cada vez que intenta decir el sustantivo «duquismo»; ¡simplemente no puede! También recuerdo el día que las elecciones dieron por vencedor en la contienda electoral a Iván Duque. En su primer discurso como presidente electo la gente lo aclamaba gritando: U–ri–be, U–ri–be, U–ri–be. Si Ivancito se hubiese hecho respetar, habría dicho: “Que pena con ustedes, pero mi nombre es Iván Duque, si bien agradezco a mi mentor llegar hasta aquí. Mi apellido no es Uribe”. Perdonarán ustedes, pero se vale soñar. Algo por el estilo pudo decir, aunque era demasiado pedir para alguien que nunca supo que era el presidente. Recordarán queridos lectores cuando Ivancito, durante su encuentro con el rey de España, Felipe VI, en el palacio de Zarzuela dijo: “le mandó muchas saludes su gran amigo el presidente Uribe”. Muchos colombianos reaccionaron al suceso con la frase del profesor Jirafales: “La vergüenza que me han hecho pasar no tiene nombre, qué vergüenza, qué vergüenza”. ¿Acaso alguien no podía explicarle a este títere que ya era él, el presidente de Colombia? Evoco también el día en que, en pleno acto del Centro Democrático, confundieron a Iván Duque con Iván Márquez; el incidente causó un raudal de memes en las redes. En el evento, Uribe se paró entre exasperado y estupefacto: debía defender a su apadrinado.
Tal vez “el año de aprendizaje” que tituló la revista Semana no era suficiente para Ivancito: necesitaba tres años más. ¡Tardó mucho para imponer su autoridad!
Pero no quiero empañar este grandioso evento que marcó un precedente histórico en Colombia con las peripecias del duquecito. Lo que sí quiero resaltar es el acto de caballerosidad y de persona que acata las leyes de Gustavo Petro. Él esperó diligentemente y cumplió la orden del minúsculo hombrecillo de la casa de Nariño. En su sapiencia entendió dos premisas: Uno, que al ser candidato electo era un simple ciudadano más; dos, que no quería indisponerse con una rabieta de niño pequeño. Por mi parte, siempre tuve la esperanza de que Iván Duque nos haría reír con sus desgracias cómicas hasta el último momento. Muchos habían perdido la fe; dijeron que quizá la última de ellas sucedería en el discurso de despedida. La historia me premió.
Recibida su banda presidencial, y terminado el juramento, Gustavo Petro Urrego exclamó: “Como presidente de Colombia, le solicito a la Casa Militar traer la espada de Bolívar, una orden del mandato popular”. Ovaciones, aplausos, júbilos se escucharon en la plaza de Bolívar. Si Petro se posesionó sin espada; su vicepresidenta, Francia Márquez, no tenía por qué hacerlo. Incluso dio diez minutos de receso. Este suceso debe apreciarse como un hecho de gran envergadura. Desde el comienzo, el mandatario sembró un precedente de cómo hará respetar su valía. Situación de la que debe aprender Iván Duque. O quizá no, porque terminado su ciclo presidencial se le vio muy feliz en Chía tocando la guitarra y cantando ‘Atado a un sentimiento’, junto a Mateo Acevedo. El rock siempre fue lo suyo.
Así, sofocada la pataleta del ex–títere –que ya se sentía liberado– el evento continuó. Se posesionó también Francia Elena Márquez Mina, la primera vicepresidenta afrodescendiente del país, quien juró ante Dios y ante el pueblo colombiano cumplir la Constitución. Terminó con el emblemático mensaje: «También juro ante mis ancestros y ancestras hasta que la dignidad se haga costumbre». Bellas palabras, bello momento.
Continuando con la espada del libertador, llegada esta a la plaza de Bolívar, las proclamas no se hicieron esperar: “¡Alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina!”. El presidente pronunció: “Llegar aquí junto a esta espada, para mí es toda una vida […] Quiero que nunca más esté enterrada, retenida y que solo se envaine –como dijo su dueño, el libertador– cuando haya justicia en este país. Que sea del pueblo, es la espada del pueblo”. En vez de quedarse con esta frase emblemática para la posteridad, muchos se quedaron con la imagen del rey Felipe VI que no se paró para mostrar su respeto ante la reliquia histórica; pero siendo francos, ¿de verdad había gente que esperaba que lo hiciera? Es el rey de España, y recordar la campaña libertadora de Simón Bolívar en Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Perú (los países hermanos), es recordar aquellos territorios de ultramar que la corona española perdió en América del Sur entre 1808 y 1833. Hechos que significaron un detrimento monetario y de posesiones difíciles de superar, aunque hayan pasado dos siglos. Debería bastar con la venía y saludo que dio a Gustavo Petro y a su esposa Verónica Alcocer cuando pasaron a su lado. Si bien no es mi deseo justificar la actitud del rey español, sí comprendo su actitud de recelo –y a lo mejor de disgusto– ante la espada de Bolívar. Lo bueno: En España ya «le cantaron la tabla» al rey por su acto de grosería.
También es mi deber resaltar a los invitados VIP del presidente, y no hablo de los representantes de Estado ni del rey a quién ya le dediqué unas líneas. Hablo pues de Luis Felipe Londoño, silletero de Santa Elena (Antioquia); Kellyth Garcés, barrendera de Medellín (Antioquia); Arnulfo Muñoz, pescador de Honda (Tolima); Genoveva Palacios, de Quibdó (Chocó); y Yénifer Gómez, violinista de Bogotá. Si bien todos ellos tuvieron historias de vida interesantes que impactaron al presidente, quiero destacar a Kellyth Garcés, la joven paisa que se hizo conocida porque en su canasta de recolección de basura llevaba un afiche de Petro y fue regañada por un uribista. Eso quedó captado en un video que se volvió viral, al que Petro respondió que el día de su posesión ella estaría entre las invitadas de honor. Esto cuando aún se disputaba su elección presidencial.
Quiero terminar este escrito con uno de los momentos más cruciales del cambio de posesión: La mudanza –o la muda danza– de familias en la casa de Nariño. El contraste fue evidente. Semiológicamente los vestidos de las primeras damas lo denotaban. El de María Juliana Ruiz Sandoval era negro, sombrío, lúgubre. Tenía tristeza, suponía –o sabía– que estaba en un velorio. Tal vez en el de su esposo en la vida política. Este presentimiento lo alberga en su corazón como pálpito resonante, aunque no desee exteriorizarlo. Varias mujeres que iban en la procesión a su lado también vestían de negro. No querían dejarla sola en su dolor. El vestido de Verónica Alcocer García era blanco. Su simbología hace referencia a la luz, a la unidad, y su significado semiótico es de paz y rendición. Como curiosidad extra: es el color del bien y la honradez.
El famoso «cerco diplomático» que recaía sobre Venezuela, en el que al presidente Nicolás Maduro le quedaban las horas contadas, no tuvo el efecto esperado por Duque, a quien sí se le acabaron este siete de agosto. Incluso existe una página de internet que sigue contando las horas que han pasado. Probablemente en su loca cabecita, la presidencia de Maduro habrá terminado como la suya, ya que nunca lo reconoció como el mandatario legítimo del país vecino. En contraparte empezará la nueva era de Juan Guaidó a quien siempre llamó presidente, pero será de la «Colombia con P mayúscula» de la que siempre se sintió orgulloso, o de Narnia tal vez; porque hasta donde este servidor sabe, el de Venezuela no es; a no ser que viva en un mundo paralelo, lea las noticias equivocadas, o viva en una burbuja alejado de la realidad que me rodea. En una de sus últimas entrevistas, Iván Duque aseguró –con el pecho inflado como su ego– que “no consumía redes sociales, no oía radio en las mañanas, ni veía noticieros”. La periodista de Los informantes, perpleja ante tal afirmación solo acertó en decir: “usted vive en una burbuja”. Triste que el jefe de todo un país no se entere de lo que sucede a su alrededor; pero si algo dejó el legado de Duque fue precisamente desconocer los problemas de la Nación, y las necesidades de los habitantes a quienes jamás escuchó. Por lo menos a muchos nos aclaró el por qué de su actuar, diferente a la explicación que nos quedó debiendo de cómo es que funciona su «Economía naranja». Es posible que en su «Locombia» (nombre que también le dio a la Nación) no necesite mantenerse informado, pues allí se es feliz con ser comentarista, presentador, futbolista, bailarín, cantante, reconocedor de canciones al instante, imitador, Alf, y gritador de «Ajúa Kunad».
En esta misma entrevista con María Elvira Arango Pardo, nos dejó una de sus frases más inquietantes o con algún contenido pragmático desconocido: “Hay personas que las eligen presidentes y creen que las están eligiendo como creadores del universo, en cuatro años, uno no crea el universo”. Creería yo, –y pido nuevamente excusas si me estoy equivocando– que quienes votaron por Iván Duque jamás le pidieron crear el universo, y menos en cuatro años. Lo único que le pedían era que gobernara a Colombia, en Colombia, y para Colombia. Lastimosamente, su discurso siempre se centró en la dictadura de Venezuela, el muro de Berlín, el comunismo de Rusia, el Silicon Valley de Latinoamérica –que en la actualidad no he podido descifrar en dónde queda. como si se tratara del misterioso Springfield–, y el desgastado Castro–Chavismo que en veinte años jamás tocó territorio colombiano. A lo mejor el presidente saliente jamás se dio por enterado que el universo ya fue creado. Y EN SIETE DÍAS; «¿Y por qué siete? Porque siete es un número importante para la cultura. Al igual que las siete notas musicales, las siete artes, los siete enanitos…»
Mientras que la familia Petro–Alcocer, entre alegrías y ovaciones, llegaba como nueva inquilina del recinto que alberga a los presidentes de la Nación; la familia Duque–Ruiz salía entre chiflidos y clamores populares: “¡Fuera, fuera, fuera!”. Arengas que fueron censuradas en los canales de televisión oficial, posiblemente con la postrera esperanza de enaltecer, –así fuese un poco– la imagen de un presidente perfeccionista que hasta el último segundo hizo todo mal.
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