A cincuenta años de una explosión literaria
La literatura de América Latina nació, quizá, cuando aquella exuberancia, más vasta que cualquier imaginación, había que nombrarla. Y así, los primeros cronistas, asombrados porque sus palabras no les alcanzaban para narrar tantas maravillas, lloraron ante la imposibilidad de atrapar con el verbo al nuevo mundo.
Pudo haberle pasado al que Carlos Fuentes consideró como el primer novelista de estas tierras infinitas: Bernal Díaz del Castillo. A los veinticuatro años aterrizó en el Nuevo Mundo con la marejada de Cortés, y el joven no pudo asentar en el papel la naturaleza hiperbólica, los pájaros extraños, los frutos, los olores, el rumor de los ríos, el exotismo innombrable, y por eso se demoró tanto para escribir sus crónicas. Dejó pasar muchos años y cuando ya era un anciano emprendió la tarea, una búsqueda del tiempo perdido con base en el recuerdo.
Bernal, cuya memoria incluyó guerreros, caballos y combates, advirtió que lo más tremendo fue ver cosas “nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos”. Esas literaturas nuestras fueron creciendo como epopeya, como utopía, como modo de domeñar paisajes, y en ellas confluyeron desde el Antiguo Testamento, las ideas renacentistas, los monjes medievales, hasta las mitologías indígenas. El Dorado no sólo perturbó a gentes como Lope de Aguirre, uno de los primeros españoles en rebelarse contra la Corona, sino a ilustrados como Voltaire.
Y de a poco, nuestras letras pasarán por las sonoridades de Sor Juana Inés, para meterse en los paisajes (y utopía) de Isaacs, en los gauchos inventados por José Hernández, en las selvas tragadoras de hombres de Rivera, en la mujer bravera de Rómulo Gallegos, que otra doña Bárbara escribiría y describiría antes Tomás Carrasquilla. Aparecerán las ciudades con sus ladrillos babilónicos y sus callejones a lo viejo París.
¿En qué momento volvemos a la epopeya, a la fundación de pueblos, a la creación de espacios urbanos literarios, al lugar que contiene a todos los lugares? La literatura de América Latina comenzó a hablar de los hombres de maíz, de los dictadores, de los despojados de la tierra, de las revoluciones y de los ríos profundos (¡ay!, Arguedas). Y las historias de la Biblia les llegarán más a algunos escritores no por fuentes y corrientes eclesiásticas sino por la literatura norteamericana. Y aquí, en este punto, habría que mencionar al Sur de los Estados Unidos y su influjo en la nueva narrativa surgida en América Latina desde los años cincuenta.
Claro. Faulkner tendrá mucho que ver con los macondos y Santa Marías, con las comalas y balandúes. Y quizá el llamado Boom literario latinoamericano esté más conectado con el novelista del imaginario condado de Yoknapatawpha, que con las aguas del Sena o las brisas del Caribe. El denominado Boom, que está cumpliendo cincuenta años, es una mezcla de buena literatura con efectivos mecanismos publicitarios, los mismos que seguramente avizoró el chileno Luis Harrs cuando escribió Los nuestros.
No es que América Latina comience a existir en literatura con el Boom, pero sí logra con sus creadores un coro universal. Y por estas geografías, que ya habían vivido revoluciones como las del modernismo, se leyeron con pasión inusitada (¿o sería solo curiosidad de esnobistas?) las experimentaciones de Rayuela, los misterios de El Aleph, se mostraron en otra dimensión los campesinos de Rulfo y se agonizó con Artemio Cruz. Se visitaron la Lima de Vargas Llosa y las angustias existenciales de Onetti.
Y con ellos, con los nuevos novelistas, el lenguaje asumió modos activos de la identidad continental. Una tierra unida por la imaginación y las proezas de la lengua, y porque se estaban narrando nuevas utopías, fundaciones, viejas miserias y sueños recientes. El Boom, con su explosión editorial, puso a pensar y leer desde otras perspectivas a muchos jóvenes en los sesenta, época en la que precisamente las juventudes fueron protagonistas de la historia.
El Boom puede verse como una rebelión literaria, como un asalto de la imaginación, una ambición estética. O, como también se ha dicho, una suerte de “literatura for export”. Para otros, un movimiento inconsciente que excluyó de sus carteleras a escritores como Puig y Ribeyro, a la literatura brasileña (excepto Guimaraes Rosa), a escritoras como Silvina Ocampo, etc. Con todo, la calidad de las obras de sus “representantes” justifica la bulla que armaron: no era solo para espantar godos y escandalizar beatas.