México vivió un punto de inflexión histórico cuando, el pasado 1 de junio, se celebró la Primera Elección Judicial con mil seiscientos (1.600) cargos, desde jueces locales hasta ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante, Suprema Corte). La reforma, impulsada por el expresidente Andrés Manuel López Obrador y ejecutada por la presidente Claudia Sheinbaum, prometía “devolver el poder al pueblo y eliminar la corrupción”. Sin embargo, los resultados demostraron que esa promesa era una coartada para subordinar al Poder Judicial y consolidar un autoritarismo maquillado de participación ciudadana.
La narrativa oficial insistió en que, si los ciudadanos elegían a diputados, senadores y presidentes municipales, también podían decidir los jueces y magistrados. En la práctica, el proceso terminó siendo la farsa más grande que puedo recordar. Los comités de selección, controlados por MORENA –el partido de gobierno– presentaron un catálogo de candidaturas alineadas con la agenda oficial. Los ciudadanos confundidos por más de mil nombres y sin información suficiente sobre los perfiles, acudieron a las urnas con un desconocimiento generalizado, incluso con acordeones (listas con los nombres para votar, semejante al plegado que usaban los que hacían trampa en los exámenes). La participación rondó en menos del 15%, una cifra muy inferior a la del resto de elecciones populares, según datos del Instituto Nacional Electoral (INE).
Con los acordeones y todo, naturalmente los jueces electos resultaron mayoritariamente afines a MORENA. En los 32 tribunales locales y en las cinco circunscripciones que incluían vacantes para la Suprema Corte, más del 75% de los ganadores provenían de listas preseleccionadas por legisladores y funcionarios del partido en el poder. De los diez ministros secretos de la Suprema Corte que ocuparon un puesto en esta votación, ocho habían sido propuestos directamente por comités donde MORENA tenía la mayoría; solo dos resultaron ser independientes sin vínculos partidistas comprobados, pero su margen de aceptación fue mínimo.
Los observadores internacionales, incluida la Organización de los Estados Americanos (OEA), señalaron que la votación se desenvolvió en un contexto de presión mediática y falta de transparencia. La OEA, en su informe final, reiteró que la elección no cumplió con los estándares de un proceso imparcial ni competitivo, ya que la mayoría de las boletas ofrecían opciones homogéneas.
El argumento de que la elección directa limpiaría la corrupción judicial se desvaneció con el recuento de votos. El discurso populista, que había pintado a los jueces como “seres ajenos al sentir popular”, se topó con la evidencia de que un proceso electoral sin garantías de imparcialidad no fortalece la justicia: la secuestra. La pretensión de equiparar el sufragio de diputados, alcaldes o gobernadores con la elección de jueces resultó desquiciada. Mientras los cargos ejecutivos o legislativos se someten al escrutinio de la opinión pública a través de plataformas de debate y propuestas de campaña, los aspirantes judiciales carecieron de cualquier mecanismo efectivo de rendición de cuentas.
Al contraponer ambas realidades, quedó en evidencia la contradicción lógica: si la elección popular fuera garantía de honestidad, entonces los diputados o presidentes municipales elegidos ya serían incorruptibles. No obstante, en municipios donde la guerra entre cárteles y el poder local se entrelaza, ni los cargos políticos regulares estuvieron exentos de influencias ilícitas. Pretender que el mismo sistema protegería a los jueces fue, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, una estratagema para capturar el Poder Judicial.
Con MORENA ya dueño del Ejecutivo y del Legislativo, la Elección Judicial cerró el círculo de la captura institucional. El Poder Judicial, concebido como el único freno posible a decisiones arbitrarias, quedó convertido en un órgano sometido al partido de gobierno. Esa dinámica no es democracia, sino autoritarismo con facha electoral. Bajo la bandera de “darle voz al pueblo”, se designaron jueces cuya prioridad era acatar la agenda de Sheinbaum y el liderazgo morenista.
El papel contramayoritario de la Corte, que debía proteger minorías y derechos individuales frente a mayorías momentáneas, se anuló. Las contenciones contra posibles excesos de gasto público, políticas de expropiación o cualquier abuso de autoridad quedarán en el cajón; el nuevo bloque judicial no estará para frenar al gobierno, sino para validarlo.
Y eso no es todo. La victoria de jueces morenistas generó desconfianza inmediata en inversionistas nacionales y extranjeros. Diversos fondos internacionales advirtieron, en informes publicados durante lo que va de 2025, que las sentencias judiciales ya no se basarían en criterios técnicos de derecho, sino en decisiones políticamente convenientes. El Banco Mundial, en su reporte Doing Business 2025, bajó la calificación de México al puesto 68, señalando de manera explícita la debilidad jurídica como factor determinante.
Empresas que planeaban proyectos de infraestructura, particularmente en el sector energético y minero, optaron por trasladar capital o posponer grandes inversiones en el país. La imagen de un sistema demócrata se desvaneció tras esta reforma y sus resultados, logrando así la decepcionante transición hacia el autoritarismo.
La elección judicial marcó un doloroso retroceso para México: bajo la aparente bandera de la democracia, se concretó un giro totalitario que socavó la separación de poderes. Se demostró que las urnas, por sí solas, no garantizan justicia ni imparcialidad, mucho menos como medio para eliminar la corrupción; pueden convertirse en instrumento de captura si el proceso y la oferta electoral carecen de transparencia y alternativas reales.
La tragedia electoral no sirvió más que para confirmar que la independencia judicial no se construye con votos ad-hoc, sino con un equilibrio institucional robusto, con instituciones autónomas y mecanismos serios de evaluación de méritos. Hoy México paga el precio de haber sustituido el criterio técnico por la lealtad partidista. La verdadera defensa de la libertad exige, más allá de elecciones, el fortalecimiento de contrapesos. Cuando el autoritarismo utiliza la forma democrática para capturar la justicia, el país queda desprotegido. México todavía enfrenta el reto de recuperar un Poder Judicial, con jueces que respondan al derecho y no a tendencias partidistas.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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