El autor y su obra

Confieso que he querido escribir desde hace mucho tiempo esta columna, solo que las palabras no venían a mí y se me dificultaba decir lo que quería decir, básicamente porque en muchas situaciones tenemos tendencia a ver el todo y no las partes, y olvidamos que las sombras también hacen parte del cuerpo.

Adoro leer a José Saramago, su prosa arbitraria y su imaginación estereoscópica me han llevado a vivir todo un mundo surrealista tan lleno de realismo que en ocasiones sencillamente es irreal; la muerte se enamora y entonces la gente deja de morir, pero el padecimiento de quienes ya han cumplido con su ciclo se vuelve un literal infierno; la gente enceguece un día y vuelven a ser las bestias que llevan dentro; el Diablo es tan humano y Dios tan arbitrario, que el cielo es un momento no más. Saramago es un autor como pocos, es capaz de retorcerte las vísceras y a medio párrafo te recuerda tu lado más humano.

Y sin embargo, el portugués profesaba una ideología que no comparto, pues él mismo se llamaba un comunista hormonal, y dejaba muy claro su postura en sus obras, mientras yo soy un demócrata radical.

Estas palabras empezaron como un monólogo el día que escuché a alguien decir que no leía a Vargas Llosa porque era de derecha, y a otro responder que no leía a García Márquez porque era de izquierda. Entonces me di cuenta de que muchos extrapolan sus ideologías a tal punto que únicamente consumen lo que refuerza su propio pensamiento, y no hablo solo de literatura, sino de una inmensa oferta que pasa por lo artístico y lo prosaico, por lo efímero y lo sublime.

Pongámoslo de otro modo: odio la tauromaquia, y sin embargo no tengo problema en escuchar la música de Joaquín Sabina o a Andrés Calamaro, abiertos defensores de tan aberrante práctica ¿y eso hace que sea contradictor de mí mismo o de mis creencias, o hace de mí un cínico o incluso un incoherente nivel Gilberto Tobón (el mismo viejito que un día sale a decir que Petro es un fraude y al otro día le busca votos)?

Y aquí quiero dejar muy clara la conclusión a la que he llegado, muy personal en todo caso y al final del día cada quien decide qué consume y qué no, pero creo que al menos a nivel artístico, una cosa es la experiencia estética y otra la compatibilidad ideológica que tengamos con el autor. Una cosa es la obra y otra la vida de quien la plasma.

Entiendo que en muchas ocasiones nos cuesta separar lo uno de lo otro, precisamente porque hay tendencia en ver todo como una unidad indivisible, y en medio del caldeado ambiente político que vivimos, hay cierta tendencia a redimensionar todo en hemisferios ideológicos.

Si Oscar Wilde viviera, concluiría esta discusión diciendo sencillamente que no hay que juzgar la obra por su autor, sino por si es interesante o aburrida y por si cumple sus estándares de belleza o no. La invitación en todo caso es a no caer en la negación absoluta de lo que nos contradice en nuestra esencia y pensamiento, porque mirar al otro lado no significa estar en esa orilla, y si el temor es a cambiar, entonces es síntoma de unas convicciones frágiles, o como decía Elkin Ramírez “si su vestido de cristal se quiebra en silencio ¡Qué débil es su disfraz!”.

César Augusto Betancourt Restrepo

Soy profesional en Comunicación y Relaciones Corporativas, Máster en Comunicación Política y Empresarial. Defensor del sentido común, activista político y ciclista amateur enamorado de Medellín.

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