“El mensaje que se transmite a través de la permisividad legal y la ambigüedad discursiva es devastador: la ley no es igual para todos, y los menores pueden transgredir sin asumir consecuencias, minando así la confianza ciudadana y el Estado de Derecho.”
Lo ocurrido con Miguel Uribe Turbay en Colombia no es un hecho aislado, ni mucho menos un accidente del destino: es un síntoma alarmante de la profunda descomposición ética y política que atraviesa nuestra sociedad. Un menor de edad —sí, un adolescente— fue aprehendido como presunto responsable de un atentado contra un líder político en plena campaña electoral. La imagen es demoledora y simbólica: un país donde los niños ya no juegan con papalotes, sino con armas; donde el futuro —nuestros jóvenes— está siendo instrumentalizado como carne de cañón para una violencia política que ya no respeta límites.
Colombia está frente al espejo y lo que ve es aterrador. La escena recuerda más a un Estado fallido que a una democracia funcional. Nos acostumbramos al caos como quien se acostumbra al ruido de fondo: molesto, pero ya no perturbador. Han pasado más de 30 años desde los años más crudos del narcoterrorismo, pero el país sigue sin encontrar un rumbo ético común. La brújula moral se extravió, y lo que queda son narrativas de odio, estigmatización y exclusión.
La ilusión de la inocencia: ¿cuándo un niño deja de ser víctima para convertirse en victimario?
En el debate público y jurídico, existe una resistencia casi automática a asumir que un menor pueda ser responsable de actos graves como el homicidio o la tentativa de asesinato. La sociedad tiende a colocar a los adolescentes infractores en el pedestal de la víctima eterna, un enfoque que, aunque comprensible desde la empatía, resulta insuficiente y peligroso cuando legitima la ausencia de consecuencias legales claras y promueve la revictimización.
Pero reducir la discusión únicamente a la condición de víctima invisibiliza una realidad compleja: estos adolescentes, aunque vulnerables, también son agentes morales. Saben que matar está mal. Saben que la agresión y el robo son actos condenables. No estamos hablando de infantes sin criterio, sino de personas que han cruzado la frontera de lo permisible y lo han hecho, muchas veces, con conciencia de impunidad. Durante el 2024, el Ministerio de Justicia ha registrado el ingreso de 4.481 adolescentes al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA), involucrados en delitos como hurto (1.084 casos), tráfico de estupefacientes (578) y violencia intrafamiliar (412). La mayoría de los adolescentes en el sistema, un 87 %, son hombres, y el 13 %, mujeres, todos en edades entre los 14 y 18 años.
El punto más grave, es que, si bien existen barreras de desigualdad para el acceso a oportunidades de muchos jóvenes, hay adolescentes en condición de ilegalidad que actúan con crueldad, que planifican delitos y que lo hacen porque saben que el castigo será simbólico. Esto no niega la existencia de contextos estructurales de vulnerabilidad, pero sí exige que dejemos de usar la narrativa de víctima como un escudo absoluto para eximir de responsabilidad. Ser víctima del sistema no otorga carta blanca para destruirlo desde dentro.
El mensaje que enviamos: violencia impune, política tóxica
En plena campaña electoral, el mensaje que queda es perverso: que en Colombia, pensar diferente puede costar la vida, y que incluso un menor puede ser instrumentalizado con fines políticos. Las redes criminales, las estructuras ilegales y hasta los grupos con intereses partidistas saben que usar menores de edad es una jugada útil. Ellos ejecutan; otros los manipulan desde las sombras.
Tampoco podemos discutir la responsabilidad de los menores sin hablar de los adultos que los reclutan, los adoctrinan y los utilizan. La responsabilidad debe ser compartida, pero nunca diluida. Plantear una Reformar al SRPA con un tinte punitivo no es sinónimo de represión, sino de reconocer que los adolescentes infractores también tienen deberes, y que parte de su dignidad está en asumir las consecuencias de sus actos.
La justicia restaurativa (base del SRPA) es un árbol que solo crecerá fuerte si sus raíces están firmemente ancladas en la responsabilidad y la verdad. Sin sanciones claras y exigibles, la restauración se convierte en un ejercicio vacío que no detiene la cadena de violencia ni genera disuasión. Cuando la justicia no impone consecuencias claras, el mensaje que recibe un joven es el de la impunidad funcional. El sistema está roto: no protege al ciudadano, ni educa al infractor (Aunque haya intentos de resocializar), ni disuade al posible agresor.
La trampa del discurso frente al menor infractor
El atentado contra un candidato presidencial en plena campaña electoral desnuda no solo la fragilidad de nuestra seguridad, sino también la corrosión profunda de nuestra política. En un contexto donde la polarización y el odio político son moneda corriente, la violencia se convierte en un arma para eliminar al diferente, al que piensa distinto, al que representa otra visión de país. Esta dinámica erosiona la democracia y alimenta narrativas que desdibujan la responsabilidad de los actos violentos, especialmente cuando involucran a menores de edad.
La instrumentalización política de los adolescentes delincuentes, presentados indistintamente como víctimas o victimarios según conveniencias, es parte de un juego sucio que desvía la atención de los verdaderos problemas estructurales. La sociedad colombiana necesita urgentemente un discurso político responsable que deje de usar la violencia como herramienta electoral y promueva una agenda de seguridad, justicia y reconciliación. El mensaje que se transmite a través de la permisividad legal y la ambigüedad discursiva es devastador: la ley no es igual para todos, y los menores pueden transgredir sin asumir consecuencias, minando así la confianza ciudadana y el Estado de Derecho.
Este atentado contra Turbay debe marcar un antes y un después. No podemos seguir protegiendo el desorden en nombre de la infancia ni desfigurando la justicia en nombre del garantismo. El menor puede ser víctima, sí, pero también puede ser consciente, responsable y letal. Reconocer esa doble condición no es negar sus derechos, sino exigir que el sistema también cumpla su función pedagógica, restaurativa y sancionadora (real y efectiva).
Porque si seguimos confundiendo ternura con impunidad, y juventud con irresponsabilidad, corremos el riesgo de que el lobo se siga disfrazando de cordero… y lo peor: que le sigamos creyendo.
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