Desde el comienzo de la sociedad como la conocemos, el arte ha sido un factor determinante para el ser humano, no solamente en lo concerniente a la exploración de emociones y formas de expresión, sino como elemento fundamental de identificación dentro de un grupo social. Siempre que nos sentamos a leer un libro, observar un cuadro, o escuchar una pieza musical, nos dejamos llevar por los elementos interpretativos y representativos de estas manifestaciones del espíritu humano, pero no siempre nos detenemos a pensar en el concepto emocional que movió la creación de tales obras, y resulta apropiado adentrarse un poco en este aspecto, no solamente para entender mejor aquellas manifestaciones interiores de su creador, sino para poder ver con diferente óptica tales obras desde la perspectiva de quienes las produjeron, sin dejar de lado nuestros propios sentimientos hacia aquellos elementos representativos.
¿Qué nos gusta?, ¿que hace que miremos una y otra vez aquel cuadro que nos llama tanto la atención?, o ¿qué escuchemos una y otra vez aquella pieza musical que nos estremece o nos transporta a otros lugares dentro de nuestras mente? O, tal vez, ¿aquel libro que nos hace vibrar página tras página con el desarrollo de su argumento? Resulta importante hacernos estas preguntas cada vez que disfrutamos de una expresión representativa del arte, y en muchos casos encontraremos las respuestas en la misma obra, otras veces en evocaciones agradables que vienen a nuestra mente cada vez que nos volvemos hacia aquella representación artística. Sabemos que nos gustan los colores, los sonidos armónicos, las frases bien estructuradas, pero las obras mismas van más allá de colores, armonías y frases. Van mucho más allá de lo material, lo que muchos llamarían “metafísico”. Sin embargo, tras todos esos elementos se encuentran cándidas y sórdidas pasiones por vivir y sentir la vida, que llevaron a los autores a mover todas sus destrezas y cualidades al servicio del espíritu, con el único fin de descargar los pesos emocionales que les embargaban, felices, tristes o miserables, cualquiera que fueren estos.
Si prestamos mayor atención, con mayor detenimiento, podremos desvelar un poco el trasegar del creador durante el momento de producción de la obra. Miremos por ejemplo las pinturas de Vincent Van Gogh. Durante el tiempo que duro su vida, sus obras escasamente lograron ser consideradas como arte por aquellos que en aquel tiempo se consideraban conocedores de las artes plásticas. Pero, cuanta fuerza en sus pinceladas, en la estructura de sus obras, en la composición misma de sus temas, y no me atrevería a decir que el éxito de su genialidad radique solamente en su técnica, más que eso, radica en su personalidad, que buscó la forma de expresar toda la fuerza de su espíritu creando una nueva manera de representar las formas, fuerte, brusca, cargada de ira apasionada. Eso vemos hoy, mucho después de su muerte, cuando el tiempo, juez inescrutable de la calidad del arte, nos muestra un pintor lleno de emociones que chocaban con fuerza sobre el lienzo, dejando aquellos trazos fuertes, profundos, cargados de personalidad propia. Esa es la emocionalidad a que me quiero referir, la forma como fluye del interior del creador la obra, la fuerza e intensidad con que sale al mundo para que otros, entendiéndola o no, la disfruten.
Podemos encontrar otros casos similares, pero siempre llenos de esa falta parcial de conciencia ante su propia naturaleza. Es así como en la música, por ejemplo podemos ver la rabia silenciosa con que Beethoven descargaba cada nota en la partitura, basta con escuchar la sonata “Patética”, o el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía para ver cómo se desarrollaba en su mente aquella frustrante emoción de ausencia total de sonido, brotando al exterior bajo el manto de fuertes acordes que se contrastan con pasajes suaves y melancólicos, haciéndose evidente la incapacidad misma de las notas para expresar algunas veces sus propias frustraciones. No bastaba para él hacer un viaje por el mundo de los acordes, sería demasiado fácil y vacío. Hacía falta que esos acordes tuvieran la capacidad de soportar todo el peso emocional que tenía para descargarle al mundo. Igualmente nos encontramos con piezas cargadas de cualquier clase de emociones, Schubert con su llamado triste y solitario a su amada en su famosa “Serenata”. Chopin con su estilo un tanto oscuro para representar la elegancia de los “Waltz” y “Nocturnos”. Wagner con sus fuertes representaciones orquestales y operísticas que nos llenan de vida. Y así, uno tras otro, podemos ver como cada uno de estos grandes dedicó más que tiempo de su vida, trozos de la misma para estructurar obras de belleza indiscutible.
Y no nos quedemos allí, visitemos otros mundos del arte no menos apasionantes ni importantes, como la literatura, encontrándonos con plumas maravillosas como las de Oscar Wilde, Fiodor Dostoievski, Charles Dickens, Edgar Allan Poe, Flauvert y Hemingway, mencionando solamente algunos. Sus palabras, piezas impecables de producciones que les ha valido el título de grandes clásicos de la literatura universal, adentran al lector en un mar de sensaciones y fantasías, enmarcadas por los escenarios que a través de la narrativa dibujan para el deleite de quien da vida final a la historia, el lector, pues tengamos en claro que, un libro cerrado son letras muertas, y el libro cobra vida cuando nuestros ojos comienzan a viajar por sus renglones, por sus páginas, cuando nuestras retinas comienzan a acaricias el papel o el ordenador.
Visto esto, podemos entender que el arte no se constituye solamente por un montón de expresiones que buscan el placer o deleite de quienes las ven, observan o leen, sino también como una válvula de escape que logra dosificar la fuerza irrefrenable contenida en el espíritu de sus creadores. Fuerzas estas que les llevaron a realizar cosas extraordinarias, mas allá de la normalidad de la existencia humana, perdurables en el tiempo con total vigencia emocional y personalidad única, autónoma, pues, recordemos que después que el artista se marcha queda su obra, y esta, si el tiempo decide darle un lugar de calidad dentro de ese podio reservado para los mejores, el creador de la obra pasa a segundo plano, para dar lugar a su creación, sin querer con esto decir que el autor pierda importancia, sino recordación, y son sus emociones las que vivirán atemporales en sus obras.
La invitación final es a disfrutar del arte desde esta óptica, intentando desvelar las emociones de su creador, y con seguridad casi siempre se encontraran elementos nuevos que refresquen esas obras, brindándonos un poco más de la intimidad que cobijó el proceso mismo de su creación.