El aire que nos ahoga

Recuerdo que en un momento eran malos olores que pasaban rápido. No lograba identificarlos, pero ya percibía que algo putrefacto estaba en el aire de Medellín, eso lo sentí creo que en los primeros meses del año 2008.

Esos malos olores me llevaron al recuerdo de la década de los 80 y 90, cuando olores desagradables entraban en oleadas por la ventana de la sala, pero la fuerte brisa que siempre soplaba desde el norte, siguiendo la cuenca del río Porce, los arrastraba hacia el sur y al finalizar el día, las noches eran serenas y apacibles; sin embargo, otros sufrían los efectos colaterales de un aire podrido, los habitantes del sur del valle, ubicados principalmente en los municipios de Caldas y la Estrella ya empezaban a presentar las más altas estadísticas de enfermedades respiratorias, y esa triste realidad aún se conserva, solo que la epidemia ya la padecemos todos los habitantes.

El aire empezó a matar y los habitantes a sobrevivir. Los olores empezaron a quedarse en la atmósfera para no irse nunca más, y tenían ciertas características. Algunos eran difíciles de aspirar, como el olor a carbón concentrado, a metal o a plumas de ave quemadas, otros escaldaban las fosas nasales, pues tenían altas concentraciones de óxidos de nitrógeno y azufre. Otras veces la respiración entraba en un oasis, cuando un fuerte olor, espeso y dulce, permitía imaginar una bodega con arrumes de bultos de panela, en esos momentos respiraba con tranquilidad, pero era solo un espejismo, investigando me enteré que era el olor característico de altas densidades de ozono. Nos estábamos envenenando. Solo era cuestión de tiempo esperar una muerte prematura.

La contaminación del aire la sentía en el olor, pero no podía verla. No veía sus colores, a pesar de la concentración que parecía que se podría palpar, era imposible ver la podredumbre, se mantenía invisible. Pero un día, en un atardecer al mirar por la ventana, mientras entraba la noche, noté como se extendían unas nubes rosadas, tan cercanas, que casi podía tocarlas, semejantes a los arreboles que se observan en los crepúsculos soleados. Este efecto que seducía la mirada no era más que un engaño de la contaminación, luego conocí que estas nubes son el efecto reflejo de la luz de las ciudades sobre los vapores de la polución. Que tan ciegos estábamos, el orgullo y la admiración ciega hacia nuestra ciudad tapaba el horror que sucedía frente a todos.

Seguían aumentando los niveles de contaminación en el aire con el pasar del tiempo por efectos de una planeación improvisada y corrompida por las coimas, y el auge de las construcciones en el Valle de Aburrá que ahogaron y siguen consumiendo, en la fragosidad del cemento, la fuerza del viento, reduciéndolo a un sopor ardiente y podrido.

Nadie haría nada por mi vida, entonces decidí protegerme. Compré un purificador de aire. Cuando lo ensayé en la tienda parecía silencioso. Me equivoqué, el ruido no dejaba dormir y el supuesto filtro dejaba pasar todos los olores. Ensayé tapabocas. Los más sofisticados me asfixiaban y despertaba sobresaltado por las pesadillas y los más simples no servían.

A muchos de mis vecinos los aquejaba en la noche la tos, me decían que sentían una carraspera en la garganta.

En esos años una periodista del periódico El Colombiano informaba que un ex-director del Área Metropolitana, Omar Hoyos Agudelo, le habría confesado en secreto que Medellín era la ciudad más contaminada de Suramérica. La periodista lo dio a conocer y nadie le dio crédito.

Desde el 2012 comencé a sentir el fastidio en la nariz, los olores venían mezclados con partículas que irritaban las fosas nasales y la garganta, obligando a estornudar, entrábamos en la era del material particulado.

Busqué toda la información que pude sobre los efectos de la contaminación. Quedé aterrado de los daños sobre el organismo y la indiferencia de las autoridades.

Pensé en mi familia, sobre todo en mi nieta de seis años y por analogía, en todos los niños. Sentí miedo, pero estaba llamado a hacer algo. Comprendí la importancia de hacerlo público por todos los medios. Me choqué con la indiferencia de las gentes y con la hipocresía de los burócratas.

Cuando en este año se declaró la alerta roja, se supo también que en años anteriores el IDEAM había detectado niveles de partículas, iguales o superiores en el Valle de Aburrá y lo mantuvieron en secreto.

Al fin, los periodistas de todos los pelambres hicieron la alharaca. De la información suministrada por los medios, se ha podido deducir que el Estado no hará nada. Que existe un contubernio entre la administración pública y los gremios económicos en defensa de una supuesta marca de ciudad innovadora. La orden dada al alcalde es ocultar, minimizar y dilatar las soluciones.

No encuentro diferencia alguna entre los determinadores paramilitares, guerrilleros o delincuentes, cuando se ordena la muerte de civiles inocentes y la inacción de los burócratas que permite la muerte de niños, niñas, ciudadanos y ciudadanas por efectos de la contaminación del aire.

El problema más grave no es la delincuencia organizada. Es la polución atmosférica. Pues la primera mata selectivamente y la segunda nos mata a todos de manera rápida o lenta.

Como siempre, la falta de visión en la planeación, es la causante del desastre que nos afecta. Ocurre lo mismo ahora. Los gremios creen que ocultando una verdad, que ya la sabe el mundo, mantienen la afluencia de turistas, de convenciones, congresos y de inversores. Equivocados como siempre, en su miope concepción de la realidad y del futuro. Si no se ejecutan acciones oportunas y eficaces, contra la contaminación del aire en el Valle de Aburrá en el corto plazo, no habrá innovación, ni turismo, ni inversión en el mediano plazo.

Puedo decir que he sobrevivido, ¿hasta cuándo? no sé. Oscar Mesa Sánchez, investigador de la universidad Nacional en estos temas ha dicho que la muerte por la contaminación del aire es como una “Ruleta Rusa”, una bala en la recamara de seis tiros y la posibilidad de muerte es una entre seis.  “Estamos obligados a jugar este juego (no podemos vivir sin respirar)” 

Algunos conocidos y otros no tanto, se han ido a vivir a otras latitudes. Se sabe que muchos funcionarios del Estado, viven fuera del área metropolitana, al menos sus familias. Pero se niegan a combatir con medidas efectivas la contaminación.

Rompamos el silencio.

Antonio Albeiro Bedoya Gaviria

Especialista en Economía del sector Público, de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín.

Miembro del colectivo Ciudadanos por el Aire.