En algunos despachos de movilidad del área metropolitana, hay abogados que entran sin anunciarse, saludan con familiaridad al inspector, y le guiñan el ojo al escribiente. No portan escarapela, pero actúan como si fueran jefes de oficina. No representan al Estado, pero deciden por él. Son la extraña figura del “abogado aliado”, ese personaje ambiguo que no está nombrado por resolución alguna, pero al que todo se le permite. No hace fila, no pide cita, no necesita suerte. Ya sabe de antemano que el caso está ganado o ya conoce por lo menos su desenlace.
Del otro lado, llegamos los abogados externos. Ese que aún cree en el debido proceso, en la contradicción de la prueba y en la dignidad del ejercicio profesional. Ese que representa a un ciudadano sin apellidos ni padrinazgos, y que apenas se sienta en la sala, ya huele el sesgo. Porque la partida está armada, y el árbitro no solo conoce a uno de los jugadores, sino que le guarda el balón.
Y hay algo aún más grave. Más que la confianza inadecuada, más que el “parcereado” institucional. En ciertos círculos, circula la consigna silenciosa pero efectiva:
“Todo lo que llegue a inspección deberá ser fallado a favor de nuestros agentes”.
Así, sin pudor. Como si el despacho fuera una extensión de la autoridad policial, como si la neutralidad fuera un lujo que nadie se puede permitir. Y lo que se hace en indebida forma, no se corrige: se avala. Y lo que implica un interés, no se analiza: se orienta. La justicia deja de ser un acto de equilibrio y se convierte en una orden recibida.
¿Y la imparcialidad? Bien, gracias a Dios. ¿Y el respeto por la función judicial administrativa? Suplantado por amiguismos de confianza, favores cruzados y decisiones que no se toman por convicción, sino por conveniencia. El abogado que no hace parte del club simplemente estorba, incomoda, o termina siendo visto como ingenuo por insistir en hablar de legalidad.
Este no es un grito contra el sistema. Es una denuncia contra sus desviaciones. No se trata de dramatizar, sino de contar lo que ocurre a diario en pasillos donde la norma cede ante el amiguismo, donde el expediente se mueve si el “aliado” lo pide, y donde la justicia ya no se firma con sello, sino con la venia del grupo que manda sin figurar.
Nosotros los abogados externos seguiremos llegando con nuestra carpeta cargada de argumentos, mientras el otro ya resolvió el caso en el pasillo. Pero en medio de esa desigualdad, hay algo que no cambia: la dignidad del que litiga sin favores, del que no se rinde ante el sesgo, del que aún cree que el derecho no puede seguir siendo una moneda de cambio ni una orden preestablecida.
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