Educar es vivir: el poder transformador de John Dewey

“Porque enseñar no es repetir contenidos, es abrir caminos. Y aprender no es acumular información, sino descubrir el mundo unánimemente”


Imagina por un momento una escuela sin filas de pupitres ni timbres que dicten el ritmo del día. Un aula en la que los estudiantes se ensucien las manos mientras aprendan, y así como lo exaltaba Sócrates, que las preguntas importen más que las respuestas, y además que el maestro no se considere el dueño de la verdad, sino un compañero de ruta. Esta no es una utopía: es la escuela que John Dewey soñó y defendió con convicción a comienzos del siglo XX. Y aunque su voz parezca lejana en el tiempo, su filosofía educativa sigue siendo un faro para quienes creemos que educar es transformar.

Dewey no fue solo un filósofo o pedagogo; fue un reformador que entendió la educación como un pilar esencial de la democracia. Su propuesta rompía con el paradigma de la enseñanza memorística, tradicional y autoritaria que dominaba su época. “La educación no es una preparación para la vida, es la vida misma”, afirmaba con contundencia. Esta idea, tan sencilla como profunda, constituye el eje principal de su pensamiento: el aprendizaje debe ser una experiencia viva, reveladora, conectada con el entorno, con los intereses del estudiante y con las necesidades reales de la sociedad.

Uno de sus principios más innovadores fue el “learning by doing”, o aprender haciendo. Hoy lo vemos plasmado en metodologías activas como el aprendizaje basado en proyectos, el aprendizaje-servicio o la indagación guiada. Pero Dewey fue pionero en advertir que la participación activa del estudiante no solo favorece el aprendizaje, también fortalece su sentido de pertenencia, su autonomía y su responsabilidad social. Como señala en su obra más influyente, Democracia y educación (1916), solo mediante la experiencia reflexiva se construye un conocimiento genuino y transformador.

Otro de sus postulados centrales fue el de la escuela como una comunidad democrática. Para Dewey, la educación forma individuos comprometidos, y no únicamente trabajadores competentes. En un mundo marcado por la polarización y la desigualdad, esta visión cobra un sentido extraordinario. Educar para la ciudadanía, el respeto, el diálogo y la acción colectiva no es un lujo, es una necesidad. En Colombia, donde la violencia y la exclusión aún marcan trayectorias escolares, recuperar este enfoque puede ser un camino hacia la reconciliación y la paz.

Dewey también insistía en que el maestro es un facilitador del aprendizaje, un mediador que despierta la curiosidad, formula preguntas pertinentes y crea ambientes de aprendizaje en los que el estudiante descubre por sí mismo. Esta visión no solo transmuta el acto pedagógico, de hecho, humaniza el rol docente. En Experience and Education (1938), otra de sus obras destacadas, propone que el aprendizaje auténtico no se impone, por el contrario, acompaña desde la confianza, la empatía y el respeto mutuo.

Ahora bien, ¿De qué manera se aplica esta filosofía a la realidad colombiana? La respuesta no es simple, y menos impostergable. Las ideas de Dewey son la base filosófica de múltiples cambios. En primer lugar, en zonas rurales o afectadas por el conflicto, su enfoque supone diseñar currículos pertinentes, vinculados con la vida cotidiana, la cultura local y los desafíos concretos de las comunidades. En segundo lugar, su énfasis en la participación y en la reflexión fortalecen la educación para la paz, indispensable para nuestro país. Y, en tercer lugar, su mirada crítica y flexible del currículo aporta a superar esquemas rígidos que muchas veces ignoran la diversidad y las realidades de nuestros estudiantes.

Desde mi trayectoria, he comprobado que cuando una institución adopta estrategias activas y democráticas, mejora el aprendizaje, la convivencia escolar y el compromiso de las familias. No obstante, aún hay retos enormes. Las resistencias al cambio, el déficit de formación docente y las condiciones desbalanceadas del sistema son limitaciones que debemos enfrentar conjuntamente. Pero si algo nos demostró Dewey es que educar es, ante todo, un acto de fe en la capacidad humana por aprender, mejorar y forjar un mundo más justo.

Dewey no pretendió ofrecer un método mágico. Su legado marcó el cambio hacia una ética del aprendizaje y una pedagogía comprometida con la vida. En un país como el nuestro, lleno de contrastes y potencialidades, necesitamos más que nunca recuperar esta filosofía para convertir la escuela en un espacio de sentido, de justicia y de esperanza.

Sí, como decía Dewey, “la educación es la vida misma”, tal vez ha llegado el momento de vivirla con mayor coherencia, creatividad y coraje. Porque enseñar no es repetir contenidos, es abrir caminos. Y aprender no es acumular información, sino descubrir el mundo unánimemente. Ese, al final, es el verdadero legado de John Dewey: una invitación a educar desde la vida y para la vida.

Juan Carlos López Flórez

Licenciado en Filosofía, historiador y docente. Escribo para invitar a la reflexión, inspirado en la historia y la literatura, impulsando el cambio educativo que necesitamos.

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