La educación industrial fue pensada para otro siglo. Persistir en sus moldes no solo es ineficaz, sino profundamente injusto con las juventudes del presente.
¿Acaso estamos ante un modelo de educación industrial obsoleto e inadecuado para los tiempos modernos?
La pregunta no es nueva, pero se vuelve urgente. El modelo educativo que domina buena parte de las aulas latinoamericanas —estructurado en torno a horarios rígidos, asignaturas fragmentadas, exámenes estandarizados y jerarquías verticales— fue diseñado en el siglo XIX para formar obreros disciplinados, no ciudadanos críticos ni innovadores. Era funcional a una lógica de producción en serie, no al vértigo creativo e incierto del siglo XXI.
Mientras la inteligencia artificial redefine el trabajo, el mercado exige habilidades blandas y pensamiento crítico, y los desafíos climáticos y éticos reclaman soluciones interdisciplinares, nuestras escuelas siguen enseñando como si nada de eso estuviera ocurriendo.
La desarmonía entre escuela y realidad se expresa de forma brutal en el mundo laboral. Diversos estudios indican que una proporción significativa de trabajadores en América Latina están sobrecalificados o subcalificados para sus puestos actuales. Es decir, millones de personas estudiaron algo que no les sirvió o no estudiaron lo que ahora se requiere. El fenómeno se conoce como “skills mismatch”, y está lejos de ser anecdótico: representa una pérdida sistemática de talento, tiempo y recursos públicos.
A esto se suma la automatización. Según el Future of Jobs Report 2023 del Foro Económico Mundial, los empleadores estiman que el 44% de las habilidades de los trabajadores se verán transformadas en los próximos cinco años. Sin embargo, nuestros modelos educativos siguen aferrados a currículos y planes de estudios diseñados sin considerar las competencias digitales, la creatividad o la adaptabilidad.
En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Egresados 2023 realizada por la Universidad del Valle de México, solo el 57.4% de los jóvenes logra insertarse en un empleo afín a su carrera durante el primer año tras egresar. El resto —más del 40%— se incorpora a trabajos no relacionados o enfrenta el desempleo. Muchos terminan compitiendo por empleos precarios en sectores informales. No porque les falte inteligencia o esfuerzo, sino porque fueron formados para un mundo que ya no existe.
La educación superior, que alguna vez fue símbolo de movilidad social y progreso, hoy enfrenta una crisis silenciosa: produce egresados para empleos que ya no existen, o que existen, pero no requieren el título universitario. Las universidades siguen operando bajo una lógica que prioriza el saber disciplinar aislado, la acumulación de créditos y la obsesión por la acreditación formal, como si el título fuera una garantía automática de empleo y bienestar. Pero los empleadores —y el mundo real— piensan distinto.
Incluso en campos tradicionalmente rentables —como ingeniería y tecnologías— la inflación académica ha disminuido el valor diferencial del título. Hoy se requiere experiencia laboral temprana, dominio de herramientas digitales, habilidades socioemocionales y pensamiento crítico: atributos que rara vez se desarrollan plenamente en el aula universitaria tradicional
La pertinencia de la educación superior no solo está en ofrecer carreras de “alta demanda”. Exige rediseñar planes de estudio, abrirse al diálogo con sectores sociales y productivos, y formar pensamiento más allá del contenido. Basta observar cómo se enseñan las matemáticas para entender el problema: se presentan como reglas abstractas que deben memorizarse sin entender su sentido. ¿Por qué aprender derivadas si jamás se explica cómo se relacionan con decisiones económicas, logísticas o técnicas del mundo real?
Esta desconexión no es solo pedagógica: es un lastre económico. La baja productividad laboral en América Latina tiene muchas causas, pero una de ellas es la escasa capacidad de nuestras instituciones para formar capital humano pertinente y adaptable. La falta de pertinencia educativa limita el crecimiento económico y la innovación colectiva. No se resolverá con discursos sobre “excelencia académica”, sino con una transformación honesta del para qué educamos.
Si el diagnóstico es claro, las soluciones deben estar a la altura. La educación del siglo XXI no puede sostenerse sobre estructuras del XIX. Requiere pedagogías activas, modelos flexibles, tecnología al servicio del aprendizaje y una relación directa con los problemas del entorno.
Pero todo esto requiere algo más profundo, ya que no se trata solo de actualizar planes de estudio o añadir nuevas asignaturas, sino de revisar críticamente la arquitectura misma de nuestras instituciones educativas.
Las universidades del siglo XXI deben romper con la inercia de la transmisión pasiva y convertirse en espacios de experimentación intelectual, sensibilidad social y pensamiento crítico. La figura del docente debe evolucionar de transmisor de contenidos a guía del pensamiento. El estudiante, dejar de ser un receptor y asumirse como un agente activo de conocimiento y transformación.
Y, sobre todo, debemos asumir que el sentido de la educación superior no puede reducirse a la empleabilidad ni a la eficiencia técnica. La universidad debe recuperar su misión más profunda: formar personas capaces de imaginar mundos más justos, sostenibles y humanos. En ese horizonte se juega no solo el futuro del trabajo, sino el de nuestras sociedades y de la vida en común.
Afortunadamente, hay luces en el camino. En Finlandia, el sistema escolar fue rediseñado para enfocarse en fenómenos integradores en lugar de asignaturas fragmentadas, una reforma impulsada desde 2016 a nivel nacional. Se promueve el trabajo por proyectos, el pensamiento crítico y el bienestar emocional del estudiante como pilares formativos, de acuerdo con el nuevo currículo finlandés y las iniciativas desarrolladas por el Consejo de Educación de Finlandia.
En Dinamarca, la Universidad de Aalborg es referente mundial en el modelo de aprendizaje basado en problemas, una metodología implementada desde su fundación en 1974. Este enfoque propone que los estudiantes trabajen en grupos multidisciplinarios para resolver problemas reales desde los primeros semestres, articulando teoría y práctica de forma continua.
En América Latina también se abren caminos. En México, el Tecnológico de Monterrey desarrolló el Modelo Tec21, un enfoque educativo centrado en retos reales, interdisciplinarios y con alta vinculación con empresas, gobiernos y organizaciones sociales. El modelo promueve flexibilidad curricular, innovación pedagógica y trabajo colaborativo.
En Brasil, universidades públicas como la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) han consolidado sus programas de extensión universitaria, integrando a estudiantes y docentes en proyectos que responden a problemáticas comunitarias, promoviendo así una educación transformadora con compromiso territorial.
Y en Colombia, el Marco Nacional de Cualificaciones, impulsado por el Ministerio de Educación y el Ministerio del Trabajo, articula la educación técnica, tecnológica y superior con el mercado laboral mediante un sistema de certificaciones por competencias. Esta política busca reconocer aprendizajes formales e informales, facilitando la movilidad académica y laboral en todo el país.
Estas experiencias muestran que otra educación superior no solo es posible, sino que ya está en marcha en distintas latitudes. No necesariamente para ser copiadas, sino para recordarnos que la transformación es viable cuando hay voluntad política, visión institucional y compromiso social.
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