“Colombia, forjada entre guerras y constituciones rotas, vuelve a ser sitiada por la sombra del odio: un régimen sin alma ni respaldo pretende trocar la Carta de 1991 por un manto de tiranía cosido a medida del poder absoluto”.
Tantos son los males que hoy mortifican a Colombia, que su salud se halla quebrantada; es una nación que agoniza. Resulta doloroso hablar de una Colombia a la que le resta poco aliento, cuando su gente es, por esencia, laboriosa, resiliente y combativa. Pero tampoco podemos cerrar los ojos ante una verdad ineludible: desde que Gustavo Petro fue elegido presidente, la Patria ha sido herida de muerte desde sus entrañas.
Es cierto que Colombia no ha conocido un solo día de paz desde su emancipación. Pero también es cierto que, con el paso del tiempo, cabría esperar una sociedad más civilizada. Y, sin embargo, he aquí de nuevo el rostro de la violencia política, viejo fantasma de nuestra historia, que regresa a instalarse entre nosotros.
Colombia debe recordar lo que ha sido: su violencia ha tenido siempre una raíz política, más que cualquier otra. Desde la independencia, no hemos sabido reconciliarnos; no hemos hallado una senda de unidad. Han prevalecido los odios más viscerales, las pasiones más ruines, como si la sangre fraterna fuese el precio inevitable de nuestras diferencias.
Con la Constitución de 1991, aquella violencia se aplacó parcialmente. No desapareció del todo, pero sí se contuvo. Y eso fue un avance, si recordamos que, después de la Constitución de 1863, sobrevino una seguidilla de guerras civiles, y que tras la de 1886 el país atravesó conflictos continuos que desembocaron en el brutal estallido de “la Violencia” en 1948, cuando la confrontación alcanzó uno de sus picos más sangrientos.
Treinta y cuatro años lleva vigente la Carta de 1991. No es perfecta —ninguna lo es—, pero logró mejorar aspectos fundamentales. Aunque contiene disposiciones que limitan la libertad individual, fue el fruto de un gran acuerdo nacional para detener la matanza entre hermanos, para decirle no al fratricidio.
Desde entonces han pasado seis presidentes elegidos democráticamente. Pese a las dificultades, Colombia preservó lo esencial: sus instituciones, y la posibilidad —aunque precaria— de que cada ciudadano fuese arquitecto de su destino. Hasta que llegó el séptimo, y con él, el temblor institucional. Un sismo que brota desde el corazón del poder.
Lo irónico —o quizá no tanto— es que Gustavo Petro se proclama en público como el más ferviente defensor de la Constitución de 1991, mientras en la práctica la socava con cada uno de sus actos. Ha transgredido sus principios al desconocer el Poder Legislativo, minar la independencia del Judicial, poner en riesgo a líderes de la oposición y estigmatizar a la prensa y a toda voz disidente, tildándolas de “nazis”, “esclavistas”, “explotadores”, “víboras”, “vampiros”, “HPs”. En otras palabras, el autodenominado protector de la Carta es, en realidad, su mayor enemigo.
Colombia no puede continuar ciega y sorda ante la arremetida del régimen. Su objetivo es claro: dinamitar la Constitución de 1991 y reemplazarla con un molde hecho a la medida de sus ambiciones más oscuras. Ya ha convocado a Alfredo Saade, abiertamente golpista, y a Eduardo Montealegre, quien se apresta, como un sastre sumiso, a confeccionar la vestidura institucional con la que el Jefe del Régimen espera revestir su mandato sin límites.
De esto se habla en muchas voces, pero lo esencial es cómo lo percibe el ciudadano común. Lo primero que debe señalarse es que la mayoría no respalda al régimen. No tiene el apoyo electoral suficiente. Pero no por ello debemos bajar la guardia: si bien carece del favor del pueblo, cuenta —tras bambalinas— con el amparo de narcotraficantes y estructuras criminales que podrían inclinar la balanza.
Segundo, NO existe en Colombia un consenso popular para un cambio institucional. No se percibe en las calles ni en los campos el anhelo de una nueva Constitución, como sí ocurrió en 1991 y, en su momento, en 1863 y 1886.
En estos dos últimos casos, el impulso reformista nació de un clima político convulso, donde fuerzas enfrentadas interpretaban, cada una a su manera, el sentir de una nación fragmentada. A través de sus representantes, y pese al conflicto, la voluntad del pueblo se expresó con claridad. Fue esa voluntad la que orientó las decisiones que marcaron el rumbo nacional.
Para reconstruir los cimientos de la república se requiere el respaldo del pueblo soberano, y ese respaldo el actual régimen no lo tiene.
Colombia, su gente, no puede claudicar ante los ataques de terror que emanan del poder para sembrar miedo y fabricar una falsa sensación de urgencia institucional. No puede permitirse que el ambiente de legalidad y respeto por las normas sea reemplazado por uno donde solo impere la obediencia ciega al capricho autoritario.
Y no ha de permitir la nación que nada la conmueva, que permanezca impasible ante la injusticia, ni que contemple, con necia indiferencia, el derrumbe y la desventura de la Patria.
No podemos echar por la borda cuanto de noble y valioso hemos alcanzado —perfectible, sí, pero genuinamente nuestro— para abrir paso a lo abyecto y detestable que arrastra consigo un régimen cuya única obsesión es edificar su imperio sobre ruinas humeantes y cadáveres aún tibios.
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