No es falta de ideas. No es falta de recursos. No es que no sepamos qué hacer. Lo que tenemos en San Andrés es algo más profundo, más podrido y más doloroso: una costumbre criminal de mirar hacia otro lado mientras los problemas básicos siguen vivos y coleando. Salud, educación, servicios públicos, seguridad, vivienda… problemas de primer nivel que aquí, en pleno 2025, siguen sin resolverse. No porque no se pueda. Es porque no se quiere.
Y no se quiere porque quien dirige no ama esta tierra. Ama su cuenta. Ama su bolsillo. Ama su comodidad. Y mientras tanto, quienes sí nos quedamos a luchar los que educamos, emprendemos, invertimos, levantamos a la isla desde cero cada día estamos cansados. Pero no derrotados. Porque esta batalla, aunque desigual, es también espiritual. Es una guerra de valores: entre el que resiste desde la dignidad y el que roba desde la impunidad.
Lo más triste es que hasta los ladrones lo saben. Que San Andrés se detuvo en el tiempo. Que esto no va a mejorar. Por eso empiezan a comprar apartamentos en Barranquilla, en Bogotá, a mandar a sus hijos al exterior. Porque ni ellos creen en lo que han ayudado a destruir. Tienen tanto miedo de vivir lo que le han hecho vivir al pueblo, que escapan. Se salvan a sí mismos. O eso creen.
Pero no hay apartamento lujoso que oculte el alma vacía. No hay universidad en el extranjero que pueda borrar el apellido del que se enriqueció con la miseria de los suyos. Hasta ellos, cuando apagan la luz, saben que esto no da más. Que están construyendo su castillo sobre los restos de una isla que ya no tiene ni fuerza para gritar.
Las campañas políticas ya no son ejercicios democráticos. Son subastas. Gana quien más reparte, no quien mejor propone. Y cada vez que elegimos a uno de esos financiados, nos alejamos más de tener líderes reales. Porque el que debe favores no gobierna: administra intereses. Y en esa cadena de compromisos, de cuotas y negocios, lo último que aparece es el pueblo.
Aquí nadie gobierna con el corazón en la isla. Gobiernan con el corazón en el banco. En el partido. En la alianza de turno. Y por eso los problemas siguen intactos, como una maldición que heredamos generación tras generación. Hay escuelas con techos cayéndose, centros de salud sin médicos, barrios sin agua, policías sin respaldo, jóvenes sin opciones. Y todo eso pasa mientras el político de turno sonríe en redes y organiza conciertos.
No se trata ya de izquierda o derecha. Se trata de decencia o descaro. Se trata de si algún día vamos a elegir a alguien que no deba nada a nadie, que no le haya vendido el alma a ningún financiador, que tenga la espalda limpia y el pecho lleno de isla. Alguien que no tenga miedo de señalar a los que han vivido del saqueo institucionalizado.
Yo creo que hasta el más corrupto, si se le permitiera votar con su conciencia y no con su miedo, votaría diferente. Porque en lo más profundo, todos sabemos que esto no es sostenible. Que esta isla se está cayendo. Que el futuro que se avecina no es solo sombrío: es trágico.
Y mientras tanto, los que aquí seguimos, resistimos. Con el alma rota pero el espíritu vivo. Porque algún día, el corazón de esta isla volverá a latir con fuerza. Y cuando eso pase, no habrá corrupto que pueda esconderse del juicio que le hará el pueblo… y la historia.
San Andrés no está muriendo por falta de recursos. Está muriendo por exceso de traición.
El futuro no lo destruyó la pobreza, lo destruyó la codicia de quienes juraron defendernos.
Ya sabemos lo que está mal. Lo hemos nombrado, lo hemos vivido, lo hemos llorado. Y en ese reconocimiento, también somos responsables. Como Pablo cuando abrió los ojos en el camino, nos toca girar. Cambiar. Corregir.
No hay más tiempo para excusas. El mundo avanza en revoluciones tecnológicas, en guerras silenciosas y abiertas, en quiebres de modelos. Y nosotros, en la isla, seguimos girando en círculos. ( comprando agua potable en tanques, e inundaciones que cualquiera con voluntad real podría cambiar)
¿Qué nos depara el futuro si no cambiamos ahora? Tal vez nada. Tal vez el olvido.
Pero si decidimos despertar, si construimos desde la verdad y no desde el miedo, aún podemos escribir otro final, y cada uno firma la última hoja.
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