Donde el cielo se parte y la infancia se pierde

Gaza no es solo el epicentro de una masacre: es el espejo donde se quiebra la conciencia del mundo, y donde la infancia, una vez más, paga el precio del silencio


 En menos de 48 horas, más de 200 personas fueron asesinadas en la Franja de Gaza. La mayoría, según fuentes sanitarias locales, eran mujeres, ancianos y niños. El sábado, bombardeos del Ejército israelí destruyeron un campo de refugiados en Al-Mawasi, al oeste de Rafah, y atacaron de forma consecutiva zonas densamente pobladas como Al-Tuffah, Shujaiya y Deir al-Balah. El Ministerio de Salud de Gaza informó que la cifra de muertos asciende ya a más de 37.800 desde que comenzó esta ofensiva, el 7 de octubre de 2023. Entre ellos, casi 15.000 son niñas y niños.

Frente a esta masacre continua, el Estado de Israel sostiene su narrativa de “neutralización de objetivos militares”. Pero la realidad no admite eufemismos: en Gaza no hay escudos humanos, hay seres humanos. No hay blancos estratégicos, hay hospitales colapsados, campos de refugiados hacinados, mercados reducidos a polvo. Se calcula que el 80% de la población ha sido desplazada al menos una vez. Muchas familias, varias veces. No hay lugar seguro. Ni siquiera bajo tierra.

Este domingo, Naciones Unidas volvió a exigir un alto el fuego inmediato. Pero su voz suena cada vez más lejana, como una campana en el desierto. Mientras tanto, en las calles de Khan Yunis, hombres cavan fosas comunes con las manos. En Rafah, niños huérfanos dibujan soles con crayones rotos. Y en los hospitales, médicos y médicas operan sin anestesia, eligiendo a quién salvar según la cantidad de sangre que les quede.

Lo que ocurre en Gaza no es solo una tragedia. Es un fracaso ético global. Es el síntoma de un mundo que ha perdido su brújula moral. Desde este rincón del sur, desde una Argentina que aún busca a sus desaparecidos y levanta pañuelos blancos como banderas, no podemos mirar hacia otro lado. Porque sabemos lo que es el terror legitimado por el Estado. Sabemos lo que es el duelo sin justicia.

Las potencias callan o se alinean. Las armas no cesan. La prensa hegemónica relativiza. Y los pueblos del mundo —como lo hicimos en Buenos Aires, en Córdoba, en Rosario— salen a la calle con un solo grito: alto el fuego. No en nombre de la política. No en nombre de una religión. En nombre de la infancia.

Porque no hay geopolítica que justifique un niño enterrado vivo. Porque no hay narrativa oficial que redima la imagen de una madre abrazando un bulto cubierto por una sábana blanca. Porque, como escribió Mahmoud Darwish, poeta palestino del exilio, “una nación no muere cuando sus soldados caen. Muere cuando cae su infancia”.

Este no es un conflicto. Es un crimen. Es un asedio con sello de legalidad. Es la repetición cíclica de un colonialismo con nuevos lenguajes, pero el mismo desprecio por la vida ajena. ¿Qué le decimos al mundo cuando permitimos que esto siga pasando? ¿Qué le decimos a nuestros hijos cuando pregunten dónde estaba nuestra voz?

Escribo desde el sur. Con el corazón estrujado. Pero con palabras que no se resignan. Porque todavía hay una parte del alma que no ha sido bombardeada. Y desde esa parte grito, escribo, denuncio.

Gaza no es un punto lejano del mapa. Gaza es la conciencia del mundo puesta a prueba.

Matías Leandro Rodríguez

Argentino, residente de la provincia de Buenos Aires. Abogado, escritor de Novela, Cuento y poesía.

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