El término “derecha” es habitualmente utilizado para designar toda postura política que no es “izquierda”, de tal modo que se agrupan bajo un único prisma ideológico a actores políticos cuyas filosofías y marcos conceptuales tienen diferencias insalvables. La relación entre ambos términos –izquierda y derecha–, pareciera ser una relación de exclusión entre un término definido (izquierda) que tiene un contenido que por sí mismo permite identificar a sus miembros agrupados, y un término indefinido (derecha) que no tiene contenido per-se, y de cuyos miembros o partes que lo componen, el elemento diferenciador por excelencia es el ser incompatibles con el elemento diferenciador atribuido al término definido.
En otras palabras, la identidad de la derecha está, al final, asignada por lo que la izquierda es o dice que es. Lo anterior sirve para explicar la razón detrás de la ausencia total o parcial de cohesión ideológica al interior de las estructuras de poder que habitualmente llamamos como “de derecha”. Dichas estructuras son víctimas de una crisis de identidad crónica al ser incapaces de definirse a sí mismas más allá del negativo “no ser de izquierdas”. Es justamente tal crisis la que ha llevado a las estructuras de poder a la errónea autoidentificación como “centro”, causando la ira de sus bases electorales, quienes con frecuencia, aunque sea por la mera relación de identidad negativa (rechazar el ser de izquierdas), sí se identifican como “de derechas”.
De igual manera, dicha crisis de identidad, que se traduce en una ausencia de coherencia ideológico-discursiva patética, impide la edificación de una plataforma de poder sólida, o lo que es lo mismo, no permite edificar un proyecto cuya vocación de poder se extienda en el tiempo a través de un “gran relato”. Así pues, las derechas de todo el continente parecen armadas a partir de retazos inconexos que se truncan mutuamente y cuya única unión yace en los debates incidentales de las volubles coyunturas.
He ahí la clave de nuestra derrota: la derrota de los liberales clásicos, de los liberales-libertarios, de los liberales-progresistas, de los liberales-conservadores, de los anarcocapitalistas, de los neoconservadores, de los paleolibertarios, y demás, en la batalla de las ideas (Aclaración: paleolibertarios en el sentido de la postura asumida por el profesor Miguel Anxo Bastos, y neoconservadores en el sentido de los seguidores de Leo Strauss). El liberalismo, bien lo ha dicho el gran Mario Vargas Llosa, no es una religión –ni siquiera una ideología sólida o cerrada–, sino más bien, un universo de corrientes que, evidentemente, chocan y se sobreponen entre sí, pero cuya dirección es única. Esta heterogeneidad, por alguna razón, ha supuesto un obstáculo que, sumada a la propia ignorancia de los líderes políticos en términos ideológicos, ha mutado en proyectos políticos inviables en el largo plazo.
¿Por qué comunistas, socialdemócratas, posmarxistas, socialistas, progresistas, ambientalistas radicales, anticapitalistas e integracionistas pueden convivir en un mismo partido o coalición sin mayor problema, y la derecha se atranca en una discusión sobre la legalización de una sustancia cuyo consumo apenas afecta al 5 % de la población? Las diferencias ideológicas al interior del liberalismo no parecen ser en sí mismas un verdadero obstáculo en la lucha por la consolidación política, pues si así fuera, nada tendrían que hacer juntos socialistas y socialdemócratas, por ejemplo (la distancia entre ambos está en la desaparición o no del capitalismo, nada más), pero helos ahí, liderando coaliciones ideológicas que gobiernan naciones tan poderosas como Alemania o los propios Estados Unidos. Un proyecto político cohesionado no implica homogeneidad ideológica, sino un margen aceptable de pluralidad, un margen que, en el caso concreto del liberalismo, reúna a todos aquellos que crean que es necesario imponer estrictos límites al Estado para que este no interfiera a través de la violencia en el desarrollo individual.
Ciertamente, puede decirse que la consolidación ideológica requiere, antes que nada, de ideología, y es que si existe alguna debilidad que a través de la mera exposición ensayística no se pueda resolver, es la relativa a la estupidez e ignorancia propia de algunos de los líderes políticos más poderosos de las corrientes de “derechas”. Educarlos a ellos, y de ahí para abajo iniciar un proceso de orientación popular es, pues, el primer paso en la consecución del objetivo propuesto, que no es más ni menos que la construcción de una estructura política que obedezca intereses ideológicos –y no al revés–.
Dos debilidades entonces tienen los proyectos políticos liberales en la actualidad. La primera: una debilidad intelectual cuya resolución recae precisamente en los líderes intelectuales de las corrientes liberales y que pasa por el único requerimiento de usar criterios pragmáticos para ponerse de acuerdo, al menos, en los grandes asuntos. La segunda: una debilidad política que, si bien es causada por la crisis de identidad de los partidos y movimientos de “derechas”, supone un desafío previo, y es el impartir intensivas dosis de educación ideológica, en primera instancia, a los líderes –o potenciales líderes– de las estructuras de poder, y luego que se encarguen estos de orientar ideológicamente a los electores.
Estos desafíos –debilidades hasta que no se resuelvan–, tal y como están planteados, llaman a hacer una lectura mecánica y no moralista ni purista de la realidad política. Es perfectamente posible adoptar una postura crítica de las estructuras de poder (tal y como lo son los partidos políticos), sin caer en valoraciones cuyas premisas carecen de sentido teleológico.
Este análisis apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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