“Da escozor saber que amparados en esa inclemente lógica de lo artificial hemos creado algo tan distópico como el turismo virtual, uno de los variados ejemplos díscolos que enmarca los riesgosos confines hacia los que transita esta sociedad”.
Observo con cierta nostalgia el progreso y cómo éste arrastra al ser humano que sin oponer resistencia se deja llevar por sus potentes cauces; imagino con miedo un futuro que empuja a las personas hacía una vida totalmente estática. Piénsenlo así: cada vez caminamos menos y eso no es una situación menor; escampados en las facilidades de la tecnología con el tiempo nos hacemos más sedentarios. Mientras mayor alcance tiene el gran aparato digital, más se reduce la movilidad del ser humano, el cual silenciosamente se va dejando acorralar hacía un no lugar, la virtualidad. Desde esa virtualidad se redefinen y amplifican la casi totalidad de las dimensiones humanas.
Da escozor saber que amparados en esa inclemente lógica de lo artificial hemos creado algo tan distópico como el turismo virtual, uno de los variados ejemplos díscolos que enmarca los riesgosos confines hacia los que transita esta sociedad. La quietud y el movimiento se contraponen, operando una realidad distorsionada en la cual el sujeto queda eclipsado ante la inaprensible velocidad de la virtualidad. Es el mismo goce del idiota que propone el psicoanálisis lacaniano —un goce derivado por el acto masturbatorio—, pero matizado por un fantasma que responde a ese sofisticado sistema binario.
Sobredimensiono ese mundo distópico y recreo un futuro en el que los seres humanos nacerán sin piernas —y tal vez con menos dedos en cada una de sus manos—, pasando toda su vida incrustados a una silla/maquina con alto desarrollo tecnológico, la cual podrá satisfacer desde sus necesidades más básicas hasta las más complejas; este aparato que reemplazará los pies de las personas será la vía de conexión con el mundo digital donde se llevará a cabo la casi totalidad de la existencia humana. Cada persona será un avatar, los sentidos irán perdiendo valor y la sensibilidad poco a poco parará a ser obligación única y directa del aparato sensorial, eliminando cualquier intermediario antes cumplidor de esa labor. A lo mejor, en un futuro más futuro, ya no se necesite de la vista, ni de la audición; a lo mejor se alcance el momento donde definitivamente se pueda prescindir del cuerpo.
Mientras pienso en todo esto recuerdo con algo de terquedad a los Tuareg, los hombres azules, denominamos así por el uso de velos de ese color que les va cubriendo el rostro y les va tiñendo poco a poco mejillas, brazos y manos. Una raza de guerreros nómadas que, aún diezmados, habitan el desierto del Sahara; este ejército de hombres que afirman con gallardía haber sido olvidados por dios, emprende un largo camino con el objetivo de realizar intercambios comerciales, la travesía tiene una duración que supera los dos meses y los obliga a cruzar el Teneré (el yunque del sol) catalogado como un desierto dentro del desierto. En este largo camino deben sortear todo tipo de situaciones, desde penetrar las inmensas paredes de arena que el viento va levantando por los cielos con toda su furia, convirtiendo el camino en un laberinto en el que el sol es inclemente, hasta proteger a una interminable fila de dromedarios (camellos de una sola joroba), quienes cargan sobre su lomo el oro blanco, como le llaman a la sal y el líquido de la vida, como le llaman al agua. Es tan intenso el trayecto que los Tuareg deben recorrer dos mil kilómetros para ir y volver hasta su aldea, valiéndose de todo tipo pericias, destrezas y ritos; por ejemplo, tomar sal para retener el agua evitando la deshidratación y tomar leche de camella que contiene una gran variedad de propiedades mágicas.
Observando estos dos mundos, uno en el cual se camina para poder vivir y el otro en que el ser humano yace paralizado recibiendo cualquier cantidad de estímulos sensoriales que dopan el resto del cuerpo hasta alcanzar la miseria de su inutilidad, reafirmo que la “evolución” contienen dentro de sí una especie de principio rector: negar la condición humana.
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