Para el discurso religioso la historia es un error. No era parte del plan divino. Según el mito, por causa del pecado el hombre fue arrojado al devenir. Esta “caída” lo coloca en un camino unidireccional hacia su finitud, hacia la nada sin ningún retorno. Por lo tanto, se estable teológicamente que la humanidad necesita una redención, es decir, que la salven de su cruel destino. Que la liberen del paso del tiempo. Pero para ello debe “escapar de la historia” y regresar al origen eterno.
Los pueblos arcaicos rechazaban el concepto del tiempo lineal. Los ritos y las fiestas debían armonizarse con los ritmos circadianos de modo tal que pudiesen recuperar mágicamente el período mítico perdido. Según Mircea Eliade allí, en esa renovación transtemporal está el germen de la idea “de la muerte de la historia”.
Los israelitas, en cambio, desarrollaron una consciencia de progreso. La Biblia hebrea fue puesta por escrito recién en el siglo V a. C. por los judíos que regresaron del exilio y adoptaron una concepción de tiempo lineal a través de la literatura apocalíptica. La salvación no estaba en el retorno al origen sino en el futuro mítico. Tal como en el pasado primigenio se perdió el Edén por causa del pecado humano, en el futuro escatológico se recuperará el Reino de Dios a través del Mesías. Curiosamente para ellos, la redención no estaba en los ciclos regresivos de la naturaleza, sino que estaba en el acontecer “teleológico” de la historia. Pero el peligro que padecen las religiones que ven la salvación en los eventos finales es que su soteriología no se cumpla. Es allí cuando la historia sagrada se profana, decae, se humaniza y finalmente fenece.
Los cristianos, por ejemplo, esperaban la Segunda Venida de Cristo durante su generación (Evangelio de Mateo 24: 3), pero como sabemos nada ocurrió. Solo les quedó resignarse a un proceso de secularización.
Para las religiones que ven la acción de Dios dentro de su historia, el peligro consiste en que sus objetivos nunca lleguen a realizarse, es allí donde surge la crisis de fe; por lo tanto, quedan dos caminos: o se adaptan a las épocas secularizándose, o bien, se extinguen como experiencia espiritual. Nace entonces la idea de progreso y de revolución. Tal fue el caso del Renacimiento y de la Modernidad. Estos momentos fueron marcados, no ya por una idea teológica del tiempo, sino por una concepción humanista del mismo. La línea de progresión era ahora vista como un fin hacia una meta humana donde se alcanzaría un gobierno ideal para el hombre. Este ideal, distanciado de Dios, toma la asta de los eventos e intenta, a través de su liberación, lograr ese “paraíso perdido” en la tierra a través de utopías terrenas.
Luego de la Revolución Francesa, George W. F. Hegel esperaba la consumación absoluta y el fin de la historia en una realización ulterior, aunque fue Karl Marx quien la recuperará a través del materialismo dialectico y de la acción humana en los sucesos de las épocas. Sin embargo, en paralelo, teósofos y otras corrientes espiritualistas del siglo XIX-XX en un intento de reavivar el mito del fin del mundo esperaban el advenimiento de la Era de Acuario.
Seguido de la caída del Muro de Berlín el concepto filosófico de la historia entró en una etapa terminal. Según Jean-François Lyotard en la posmodernidad caen los relatos que marcaron la praxis y el imaginario social, entre ellos el marxismo, el liberalismo ilustrado y el cristianismo. Fallece así la historia como sostén teórico para la construcción del nuevo milenio.
En lo que va del siglo XXI solo se intuye un fantasma de lo que fue la idea de la historia moderna. Hoy solo aparece un resto espectral y desdibujado de ella. Antonio Negri y Michael Hardt dicen en el libro “Imperio”: “…el concepto de Imperio no se presenta como un régimen histórico que se origina mediante la conquista, sino antes bien cómo un orden que efectivamente suspende la historia y, en consecuencia, fija el estado existente de cosas por toda la eternidad. (…) En otras palabras, el Imperio no presenta su dominio como un momento transitorio dentro del movimiento de la historia, sino como un régimen que no tiene fronteras temporales y, en este sentido, está más allá de la historia o en el fin de la historia”.
Hoy el futuro llegó y extrañamente se convirtió en un presente intempestivo. Cuando el futuro es hoy ya no hay un mañana posible, y en su defecto, se difumina el devenir. En la inmediatez de todo, da la sensación colectiva de que el mundo se ha detenido “dando vueltas sobre sí mismo”, el consumo por el consumo mismo, y esto crea una sociedad carente de sentido, de orientación o de dirección hacia alguna meta.
Todo se ha convertido como en un gran museo. No obstante, por la necesidad de un significado existencial y de una base moral surgen con fuerza los credos fundamentalistas que tratan de devorar, como aves carroñeras, lo que queda del despojo de los tiempos. En ese “cuerpo muerto del tiempo”, sólo sobreviven las arcaicas religiones monoteístas que todavía conservan el sentido soteriológico de la historia, además de los esqueletos de las estructuras políticas del pasado reciente, es lo que Paolo Virno denominó: la “metástasis de la espiritualidad”. El rito es adecuado para “congelarse” en esa misma repetición de épocas mejores. La religión detiene el curso de la historia ya que reniega del progreso e intenta establecer una Edad de Oro irreal a través de la acción divina.
Según Sebastiano Timpanaro el reconocimiento de lo no histórico como inmanencia conlleva a un contragolpe espiritual. Lo religioso, refiriéndose más precisamente al rito, termina siendo una vía de escape a la era maravillosa que una vez hubo sobre esta tierra. Ernesto de Martino, lo describe así: “El rito es el comportamiento que reconduce siempre de nuevo al ‘esta vez’ metahistórico, que es también ‘una vez para siempre’ (…). Lo histórico se resuelve en una identidad metahistórica que se reitera”. Según Virno, esta “metástasis a-histórica” que padece nuestra época presente produce como “escape” el pensamiento religioso emergente tan potente en el siglo XXI. Es sintomático que el retorno de lo trascendente atraviese nuestro mundo, ya no como ideología, sino como subjetividad totalitaria.
Pero yo no sería tan categórico con relación a ese diagnóstico. En el resurgimiento de la religión en nuestros tiempos —que surge de esa detención—, puede que esté la clave de la presunta reconstrucción de la historia.
Es cierto que la religión hoy sigue viva producto de que la época se ha suspendido en su falta de sentido. El nihilismo imperante hace que el sujeto busque otros significados. Pero esto, lejos de ser algo negativo, por el contrario, tal vez provea la metáfora —quiero enfatizar la expresión “metáfora”— que se necesita para poner en marcha el tren del tiempo. Según el misterio de lo sagrado después de la muerte hay una resurrección. De la misma manera la idea de la historia puede volver a comenzar. Pero el mensaje es no olvidar que dicha resurrección, si la hubiera, no será por gracia divina, no podemos cometer el mismo error, sino que es una misión intelectual que cae sobre el hombre contemporáneo: con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva.
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